Navego en un barco donde las mujeres ocupan cargos que, años atrás, estarían reservados a los hombres. La segunda oficial del barco, Jenna, hace su guardia sorteando los bajos de Bahía de Magdalena, en Baja California sur (México). Ella está encargada de calcular las distancias y organizar el plan de viaje, de las comunicaciones, pruebas de equipos, y de actualizar las cartas náuticas y electrónicas con los avisos a los navegantes, entre otras cosas.

La contramaestre, Liz, es mujer. Ella ejecuta los mantenimientos a los motores de las Zodiacs y del buque en general; opera las poleas para bajar y subir los botes; es jefe de los marineros o marineras a bordo; distribuye las guardias, conduce las pangas, lleva y trae sillas de la playa donde ella misma, con pala, hacha y gasolina, prepara el fuego para la tradicional parrillada en Baja California.

Una mujer segunda oficial actualiza la carta náutica y electrónica durante su viaje por Baja California, México. C Foto: Cortesía

La directora de hotel es mujer; la encargada del bar y la jefe de expedición, mujeres también. Los naturalistas del barco están en las mismas proporciones, ellos y ellas.

Esto es normal para mí. Crecí en un hogar exento de la sombra del machismo. Mis padres nos dejaban expresar nuestra opinión libremente. Mi papá cocinaba de manera exquisita. Ambos trabajaban y proveían, y jamás se me insinuó siquiera que no sería capaz de aspirar a una carrera, cargo o actividad por el hecho de ser mujer.

Me pareció lo más natural tomar parte de un aula del prepolitécnico con sesenta compañeros hombres; y en los barcos, compartir cabina con chicos o chicas. Nunca me hice problemas, porque no me formé con ese tipo de prejuicios. Si era de viajar, me iba con los amigos al Chimborazo, Tailandia, o por América del Sur mochileando, sola.

Y tuve mucha suerte; aún no me creo cuánta. Tal vez por eso viví en una nube, ajena al machismo, a las limitaciones que este impone, a las barreras invisibles en las mentes de las mismas mujeres. Soy tan afortunada de la calidad de padres que he tenido. ¡Tan afortunada! Mi despiste también ha sido un tesoro. Poco a poco me he dado tumbos, por confiar mucho en un amor o una amistad. Sin embargo, prefiero los tropiezos y decepciones a crecer con desconfianza y temor del mundo.

Es importante que las niñas se eduquen de esta manera. Deben escuchar cuentos, no tan solo de princesas (que divierten, claro), sino de mujeres valiosas, científicas, deportistas, activistas, trabajadoras y artistas que se conviertan en modelos a seguir, en inspiración.

Cuando visitaba Capurganá, en Colombia, en un barco distinto, la primera oficial era mujer. Una joven muy linda, ya con tres palas en el blanco uniforme. Decidimos invitar a los niños del pueblo a comer pizza a bordo. Cada semana teníamos una decena, la mayoría niñas. La sensación del paseo fue conocer a Abigail. No se creían que una mujer pudiera manejar un barco de más de cien metros de eslora. La oficial les enseñaba los instrumentos de navegación del puente de mando, y las pequeñas no cabían en su asombro de ver a una bella mujer al mando. Cuando les preguntaba de lo que más les había impresionado, la respuesta era unánime: ¡una mujer capitán! Muchas me dijeron que tal vez un día serían capitanas también. ¿Y por qué no? Las niñas deben crecer convencidas de que pueden aspirar a todo lo posible. (O)