La campaña rusa de 1812 marcó el apogeo, pero a la vez el ocaso de Napoleón. Teniente a los 22 años, emperador a los 34, por cumplir 42 era el amo de la Europa. Merced a sus triunfos militares había impuesto el denominado Sistema Continental, esto es, el bloqueo del comercio de productos ingleses en los países aliados, sometidos por la fuerza de sus armas.

La causa belli con Rusia se debió a la decisión del joven zar Alejandro I de permitir el ingreso de mercancías británicas a sus puertos en barcos de bandera neutral, contraviniendo lo acordado en la paz de Tilsit de 1807. Tal prohibición venía asfixiando la economía de Inglaterra, potencia rival de Francia, pero a la vez se había vuelto onerosa para el imperio euroasiático por el aumento del contrabando. Como sanción, Bonaparte dispuso la ocupación del ducado de Oldenberg en el mar Báltico, tributario de los rusos que pidieron como compensación la entrega de Varsovia, lo cual fue denegado.

'Napoleón cruzando los Alpes' (1801) , cuadro de Jacques-Louis David.

El 24 de junio de 1812, un ejército multinacional compuesto por franceses, polacos, austrohúngaros, prusianos, alemanes, holandeses, suizos e italianos, cruzó el río Niemen en la frontera con Prusia Oriental. Lo componían 615.000 efectivos, la mayor tropa reunida en la historia de la humanidad hasta ese momento.

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Aunque sus rivales tenían una fuerza equivalente, estaba repartida en sus extensas fronteras, de modo que solo podían desplegar unos 250.000 soldados en el frente occidental, que estaban divididos en dos ejércitos principales, al mando de los generales Barclay y Bagration.

La estrategia rival

Napoleón pretendía una rápida victoria mediante una batalla decisiva, destruyéndolos por separado, aprovechando su abrumadora superioridad. Sabiendo que no había opción de triunfo, los rusos empezaron a retroceder aplicando una estrategia de tierra quemada e introduciendo a la hueste napoleónica en las interminables llanuras rusas.

“Conscientes de que esta guerra iba a tener que ver con la logística como con las batallas, destruyeron sistemáticamente lo que podían llevarse: cultivos, molinos, puentes, ganado, almacenes, forrajes, cobertizos, granos… todo lo que pudiese ser de utilidad a los franceses fue incendiado y acarreado”, dice el historiador británico Andrew Roberts.

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Para la Gran Armada, las carencias y privaciones serían una constante a lo largo de la ruta de 1.000 kilómetros que la conduciría a Moscú. El sol abrasador de verano fatigó a la hueste que padecía sed por no tener suficiente agua. Al tiempo, las fuertes lluvias convirtieron en un fangal las precarias vías que la conducían en rumbo oeste-este, de modo que lentificó el avance. Un cuarto de millón de caballos; 80.000 para la caballería, 30.000 para la artillería y el resto para tirar 25.000 carruajes, no dispondrían de suficiente forraje, de modo que en la campaña que duraría 175 días fallecerían a un ritmo de 1.000 por jornada.

Agravando la situación, por las pobres condiciones de higiene en los campamentos, se desató una epidemia de tifoidea y más adelante de difteria que significó la muerte de 140.000 hombres. Al promediar un mes, iniciaron las deserciones que debilitaron las unidades de combate, en especial de los aliados.

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Los franceses ocuparon ciudades como Minsk y Vitsbek, que fueron abandonadas por los rusos, que por primera vez presentaron resistencia en las afueras de Smolensko que cayó el 18 de agosto, pero se retiraron de forma ordenada y sin mayores pérdidas.

El líder que lo derrotó

En San Petersburgo, la capital imperial, había una profunda decepción y malestar por la presunta falta de espíritu combativo del ejército, de modo que el zar se vio obligado al nombrar al viejo general Mijail Kutuzov, de 67 años, como comandante en jefe. Sería una decisión acertada.

Finalmente, la esperada gran batalla se libró en la aldea de Borodino, un centenar de kilómetros al suroeste de Moscú. Enfrentó a algo más de 100.000 soldados de la coalición napoleónica, con un parque de 670 cañones, contra 120.000 efectivos rusos, con 587 piezas de artillería. Se combatió desde las 6 de la mañana hasta las 4 de la tarde el 7 de septiembre de 1812, en lo que sería la batalla más sangrienta de la historia hasta entonces. Los primeros sumaron 38.000 bajas, mientras que los segundos 43.000.

Napoleón no quiso comprometer a la Guardia Imperial en el momento decisivo, alegando que estaba demasiado lejos de París, necesitando una reserva para la vuelta, pero muchos historiadores alegan que ese día estuvo enfermo con un fuerte resfriado y que su conducción militar careció de su acostumbrado ingenio. Los franceses ocuparon el campo de batalla, mientras que los rusos se retiraron en orden perdiendo apenas 20 cañones y solo 1.000 prisioneros. Sin embargo, no estuvieron en condiciones de defender Moscú, que tuvo que ser evacuada.

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En la mañana del 15 de septiembre el emperador hizo su entrada a la “ciudad de las cúpulas doradas”, pero no sería triunfal toda vez que de sus 250.000 habitantes apenas quedaban 15.000, en su mayoría extranjeros además de delincuentes y locos, liberados para sembrar el caos. En la madrugada, encontrándose alojado en el Kremlin, la urbe empezó a arder, debiendo escapar para ponerse a buen recaudo. De 9.000 edificios públicos, 6.500 quedaron destruidos.

'Retirada de Napoleón desde Moscú' (1802), pintura de Adolph Northen.

El frío extremo

En tres oportunidades escribió o envió mensajeros a su “amigo” el zar para iniciar negociaciones de paz, pero solo obtuvo su silencio. A la espera, mandó a desmontar la cruz de oro de la catedral de San Basilio para llevársela como trofeo de guerra a los Inválidos en París, aunque apenas era de madera con un baño dorado. El 18 de octubre, amagado por el próximo invierno, ordenó una retirada que resultaría tardía. Años después en sus memorias, reconocería que cometió un grave error al no hacerlo a inicios de mes.

Por entonces, la Gran Armada se había convertido en una masa informe de soldadesca que a cuenta de la embriaguez y el saqueo había perdido tanto la moral como la necesaria disciplina. Iba cargando en 40.000 vehículos el producto de su pillaje, en lugar de víveres que serían indispensables para el tornaviaje. Pronto se convertiría en la huida de una vulnerable procesión que llegó a extenderse por 100 km, en medio del acoso de la caballería cosaca y del ejército ruso. A finales de octubre el termómetro bajó a -4 °C y el 7 de noviembre se desplomó a -31 °C. El congelamiento de la tropa se volvió caótica, obligando al abandono inmisericorde de débiles y enfermos a su suerte.

A punto de la debacle total, Napoleón, mediante una hábil maniobra distractiva, logró tender dos puentes de pontones sobre los 100 metros de vado del río Berezina, evitando la aniquilación de los restos de su milicia compuesta por apenas 50.000 hombres, famélicos y aterrorizados. La víspera como precaución hizo quemar las águilas imperiales a fin de que no sean trofeo de guerra del enemigo.

Una vez a salvo de la implacable persecución rusa, el emperador, derrotado y amargado, acuñaría su célebre frase de que “de lo sublime a lo ridículo, hay un solo paso”. (I)