En medio de un brillante sol de invierno, salió al exuberante campo y se puso una gorra. Su camiseta de rugby, verde y de mangas largas con la figura de un antílope en el pecho, estaba abotonada hasta el cuello con un estilo propio y en la espalda tenía un número 6 de color dorado. En cuestión de segundos, los cánticos de los aficionados inundaron el estadio Ellis Park, en el corazón de Johannesburgo: “¡Nelson! ¡Nelson! ¡Nelson!”.

Nelson Mandela, el primer presidente negro de Sudáfrica, vestía los colores de los Springboks (gacelas), como apodan a la selección de rugby del país, y 65.000 aficionados blancos vitoreaban su nombre. Era la final del Mundial de Rugby de 1995, el partido más importante de ese deporte. Pero era mucho más que eso. Era el momento de su definición como país para Sudáfrica, un momento trascendente en la transformación del apartheid –el régimen racista blanco que él calificó de malvado– en una democracia multirracial.

Los Springboks eran adorados por los afrikáners blancos (descendientes de colonos holandeses) de Sudáfrica y odiados por la mayoría negra del país. Al vestir su emblema, Mandela reconcilió una nación fracturada y afectada por el racismo y el odio. Ese 24 de junio de 1995, que dio lugar a libros y a una película interpretada por Morgan Freeman (Invictus), Mandela y su país saborearon la victoria.

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Mandela fue un maestro del perdón. Pasó casi un tercio de su vida como prisionero del apartheid, pero lejos de la sed de venganza, trató de ganarse al sistema que lo puso tras las rejas durante 27 años, y logró una transición del poder relativamente pacífica que inspiró al mundo.

Como jefe de Estado (1994-1999), el exboxeador, abogado y preso almorzó con el fiscal que argumentó a favor de su encarcelamiento. Durante su juramento como mandatario, el primero elegido por votación popular, cantó el himno Afrikaans de la era del apartheid y viajó cientos de kilómetros para tomar el té con la viuda del primer ministro que estaba en el poder cuando fue enviado a prisión.

Fue esta generosidad de espíritu la que hizo a Mandela, quien murió el jueves a los 95 años, un símbolo mundial de sacrificio y reconciliación. Rolihlahla Mandela, cuyo nombre significaba perturbador en lengua xosa, nació el 18 de julio de 1918 en Mvezo (Transkei), una aldea de Cabo Oriental,y recibió el nombre de Nelson de una maestra de primaria, que lo llamó así por una costumbre de poner a los niños africanos nombres “cristianos”. Pero en Sudáfrica era solo Madiba, el nombre de su clan.

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Fue un luchador incansable. Hijo de un cacique indígena, quedó huérfano a los 9 años y fue criado por su padrino. Se educó en escuelas metodistas y en 1938 fue a la Universidad de Fort Hare, que era solo para negros. Fue expulsado por organizar una huelga estudiantil.

Se mudó a Johannesburgo, donde trabajó como policía en una mina de oro, secretario de una firma de abogados dirigida por blancos y boxeador amateur. Luego terminó sus estudios de derecho en la universidad de Witwatersrand. Comenzó su activismo antiapartheid en 1944 al fundar el movimiento juvenil del Congreso Nacional Africano (CNA), que lucha ba por establecer una república democrática y el nacionalismo negro.

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Cuando fue arrestado, no negó su participación y declaró ante el tribunal: “Lo hice como consecuencia de una evaluación personal metódica y ponderada de este sistema que se caracteriza por la tiranía, la explotación y la represión de mi pueblo por parte de los blancos”. Fue acusado de rebelión, sabotaje, terrorismo y conspiración y en 1964 lo sentenciaron a cadena perpetua por traición a la patria en la cárcel de la isla Robben. Una orden gubernamental prohibió mencionar su nombre.

Pero tanto él como otros presos políticos lograron sacar clandestinamente mensajes para orientar al CNA.

Para fines de la década de 1970, el régimen del apartheid era casi insostenible. El país estaba aislado a nivel internacional, había sido expulsado de la ONU, descartado de los Juegos Olímpicos y su economía se tambaleaba bajo el peso de sanciones internacionales. Comenzaron lentas negociaciones entre el gobierno y los seguidores de Mandela, quien en una ocasión fue trasladado de la cárcel para reunirse con un ministro. Un asistente tuvo que enderezarle la corbata y amarrarle los zapatos, pues lo había olvidado tras tantos años en prisión.

Durante su tiempo en prisión contrajo tuberculosis, cuyas secuelas provocaron su muerte “en paz”, en su casa, según el presidente Jacob Zuma.

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El 11 de febrero de 1990, el reo número 46664 fue liberado. Mandela se hizo cargo del CNA y en 1993 compartió el Premio Nobel de la Paz con el presidente Frederik De Klerk; un año después llegó al poder y siguió defendiendo la libertad.

“Una prensa crítica, independiente y de investigación es el elemento vital de cualquier democracia. La prensa debe ser libre de la interferencia del Estado. Debe tener la capacidad económica para hacer frente a las lisonjas de los gobiernos. Debe tener la suficiente independencia de los intereses creados que ser audaz y preguntar sin miedo ni ningún trato de favor. Debe gozar de la protección de la Constitución, de manera que pueda proteger nuestros derechos como ciudadanos”, dijo.

La estatura de Mandela como luchador contra el racismo y buscador de la paz con sus enemigos estaba a la par con la de otros hombres que él admiraba: el activista de los derechos civiles de Estados Unidos Martin Luther King Jr. y el líder de la independencia de India Mahatma K. Gandhi, quienes fueron asesinados mientras participaban en sus luchas.

Mandela fue “un gigante de la justicia”, dijo el jueves Ban Ki-moon, secretario general de la ONU, entidad que en el 2009 declaró el día de su cumpleaños, el 18 de julio, el Día de Mandela, el primer día mundial de la historia en honor de un individuo.

Nunca permitan que las futuras generaciones digan que la indiferencia, el cinismo o el egoísmo no nos permitieron alcanzar los ideales del humanismo que encapsula el Premio Nobel de la Paz”.