El proyecto de cambio que el Gobierno ha planteado tiene sobre su base una estructura o andamiaje político que ha buscado desde el inicio converger todos los poderes, de manera de minimizar o reducir al máximo los espacios que impliquen posibles fugas de poder, que se traduzcan en algún tipo de balance o equilibrio de fuerzas (sociales, políticas, económicas, incluso morales). Sea esto producto o no de una real adhesión de los ciudadanos y por lo tanto de su legítima capacidad de moverse con ventaja frente a una oposición débil y sin articulación real con las bases, lo cierto es que, como menciona la editora del Wall Street Journal, Mary Anastasia O’Grady, “cuando el Estado se apodera de la autoridad moral en materia de decisiones, no hay fin a las medidas que tomará para restringir la libertad en el nombre de la justicia social”.

Uno de los síntomas recurrentes de la forma como se intenta ejercer dicha autoridad moral, o para ser más precisos ideológica, es la permanente desconfianza que se ha instalado en la relación entre quienes dirigen y piensan el país (me refiero a quienes planifican, diseñan proyectos de ley y finalmente administran los cambios) con todo aquel (persona u organización) que discrepe o tenga una visión alternativa del cambio. Es preocupante constatar cómo aquello que no coincide con lo planificado se interpela con desconfianza y desacredita. El poder de las ideas ha quedado reducido a un grupo privilegiado de intelectuales, cuyo poder pocos han dimensionado. Citando al Keynes se puede afirmar que “las ideas de los economistas y los filósofos políticos, tanto cuando están en lo correcto como cuando no, son más poderosas de lo que comúnmente se entiende”. La forma gradual y constante de las ideas que permean las leyes, programas de desarrollo, incluso los discursos mediáticos, tienen según el mismo Keynes mucha más influencia e impacto que los intereses creados en torno al poder.

Pero ante la pregunta de cómo y por qué hemos endosado el poder sin el menor resguardo, validando una manera de ejercer la relación Estado-ciudadanía, cuyo rasgo es la imposición por sobre el diálogo y enriquecimiento de ideas, la base de esto estaría (y aquí quisiera citar al padre del liberalismo Frederik Hayek) en el flujo de ideas vagas y a veces mal formadas que encuentran su cauce en grupos de personas incrédulas, con convicciones débiles y con un sistema de valores fácilmente influenciable desde los medios. Esto combinado con un discurso en donde el ser parte de un “nosotros” es equivalente a estar en contra de “ellos”, convirtiéndose la lucha hacia los ajenos al grupo, en el ingrediente clave. Ambos aspectos están presentes hoy y el peligro de caer en complacencias tales como “ahora al menos se hace algo y ordenan” o “la oposición solo está obstruyendo” (para validar cualquier tipo de cambio) es el camino inverso a una ciudadanía libre y vigilante que valora que el Estado no debe estar por sobre el individuo ni debe tener fines propios, y promueve la divergencia de ideas y en contrapeso de visiones para el cambio como mecanismo de robustez democrática.