Un hombre aparece en el camino de una mujer, decide recorrer unas cuantas décadas en su compañía, pocas veces logra conocer a su cónyuge a lo largo de la vida, ostenta con frecuencia malas costumbres, ensucia con sus zapatos la cocina recién trapeada, tira sus cubiertos en el fregadero, salpica el baño con su espuma de afeitar, deja siempre la tapa del inodoro en posición inadecuada.

Sueña con comer una chuleta de cerdo cuando ella se muere por un intermedio romántico, le contesta bruscamente si ella se atreve a preguntar: “¿Tú me quieres?”; él mira a las demás hembras por el retrovisor de su auto, toma un aire de yo no fui si ella le reclama. Según las estadísticas, la mitad de quienes se casan se divorcian.

Es irascible cuando peligra su amor propio, no entiende por qué su mujer rompe a llorar, le pregunta: “¿Qué te pasa?”, ella contesta: “Nada pues, ¿qué me ha de pasar?”. Cuando una esposa dice que no pasa nada significa que está pasando de todo. El esposo se defiende de su poco tino reprochándole su llanto, lo que suele abrir más aún las compuertas de las lágrimas, llevarla a un sollozo espasmódico que saca de casillas al Adán de turno.

Una mujer casada suele vacunarse contra su propia condición de ángel, nace para la entrega mas se siente goleada por su vocación, porque conoce a su marido como nadie. Cada grano, cada lunar, cada arruga, cada manía, cada resorte, cada ínfula, cada perfume exótico, cada rubor, cada coartada, cada mirada constituyen un mapa familiar que aprendió a descifrar. El marido es el ahora, ella es el antes, el después, es la soledad o el gozo, la melancolía o el placer, la vida o la muerte. Conoce los puntos flacos de él, la flacidez de su barriga, sus depresiones, su falta de valor en momentos decisivos, lo sabe seductor por instinto, cazador por vocación, pero también lo conoce frágil, indefenso. Ella reconoce que a veces actúa por excesiva emoción, se vuelve invasiva, iracunda, inconforme. En un mundo de hombres intenta alcanzar una libertad que le mezquinan, librarse de un machismo que la asfixia. Quisiera menos romanticismo fugaz, más solidaridad constante.

Ambos mezclan sus infancias a veces malogradas, sus primeras relaciones sexuales frecuentemente torpes, sus rebanadas de vida, sus duelos, sus logros, el principio de calvicie de él, la caída de los senos de ella, el terror que él tiene de volverse impotente, la melancolía que experimenta ella cuando no llega más la sangre a su cita mensual. Ambos mezclan en el crisol errores vergonzosos, momentos mágicos en que cruzaron paraísos fugaces, se mandan al infierno porque están enojados o se quedan callados, pueden vencer las peores tormentas o quedarse varados a la llegada del primer temporal.

Ningún matrimonio llega a ser perfecto porque es la unión de dos seres imperfectos, pero hay naves conyugales que llevan en su frágil cascarón a dos estupendos marineros. Los más sabios logran compartir una vida entera y más allá de sus manos temblorosas, sus ojos anegados, destilan la ternura de sus existencias amalgamadas. (O)