No me refiero a las propuestas por san Agustín en su conocida obra, si bien escribiré de ciudades que, según el momento y el ojo que las contempla, son terrenales y divinas. Lo de hoy quizá no es más que una falaz entrada de diario, donde no se distingue lo informativo de lo poético, el hecho enumerado de lo soñado o lo imaginado.

La semana pasada desperté con necesidad de poesía, no en su versión escrita, sino la de las ramas bramando en el viento. Sentí que antes de trabajar debía ver, sencillamente ver las cosas. Llevado por esa imperiosa sensación, salí de casa veinte minutos antes de lo usual, pensando aprovechar las aun desérticas calles. Cada pocos pasos me detenía con las manos en la cintura y me inclinaba para mirar el cielo. Sé que cualquiera juzgaría mis movimientos (acaso con razón) de locura. Uno se cansa de mirar las creaciones de los hombres, tan poco románticas, pacíficas: calles oscuras y toscas que son cementerios de las desaparecidas alfombras verdes, los atorrantes pitos (no se diga más de los conductores), los edificios de mal gusto, funcionales y viejos. Quería ver, sencillamente, el drástico celeste del firmamento quiteño, un color que podríamos ya llamar azul. Y después respirar y rellenar los pulmones con ese aire frío que te hace sentir vivo, que vives de verdad, que estás en el mundo, que eres parte de él, de su destino. Busqué esa experiencia, como dije, rodeado por la menor cantidad de gente posible, no únicamente porque deteste las miradas ajenas pegadas como sanguijuelas, sino por procurar esa soledad con la cual sentir la silenciosa realidad sin el estrés de nuestras ciudades. Ver, por ejemplo, los vellos del césped haciéndose espacio entre los adoquines, los charcos de agua reflejando el mencionado cielo, escuchar el canto de los pajaritos (perpetuos extranjeros en nuestros bosques de concreto y plástico). Y el tiempo pasaba deprisa y esos idílicos instantes llegaban a su término. Quedaba a mi espalda, por inmerecida suerte, el monumental Pichincha incendiado por los rayos del sol.

Todo eso me hace rememorar Guayaquil, esa “Tierra nativa” como el poema de Hölderlin: “Vuelve el marino alegremente hacia el tranquilo río…”. Recuerdos. Las aguas de mercurio (como dijo alguna) cuando madrugaba con mi hermana para ver el amanecer en el río. El agua sublimada con esos prístinos rayos. Ella tan de aquí como yo, aunque me aterre (la belleza también es vértigo) al verla con sus tonos grises y el brillo blanco. Es de aquí y de allá. Por otro lado, el río de las cinco y seis de la tarde. Las dos caras del tiempo fluyen en él. Lo imperturbable, lo inagotable, el intransigible tiempo que ni se detiene en la emoción ni se acelera en el dolor. Todos los días sube y baja la corriente. Y, sin embargo, es tan poco pretencioso en su misterio, se muestra tal cual es como si olvidara que es caldo de metáforas, y sin tecnología de ningún tipo hace sentir, ya en el presente, lo irrecuperable de la belleza. Sus aguas son así la conjunción de dos vertientes: el frenesí y la nostalgia, lo útil y lo inútil. (O)