El inmenso operativo policial y militar desplegado para recuperar el control en La Merced de Buenos Aires, en donde se había consolidado desde el 2017 una explotación minera ilegal, ha mostrado el enorme desafío que tiene el Estado para controlar territorios y espacios donde se encuentra este recurso natural explotable. Un lugar devastado ecológicamente, donde operaban 27 grupos delictivos, con formas degradantes de convivencia social (explotación sexual y laboral), lavado de activos, extorsión, intimidación y contrabando, entre otras prácticas por fuera de la ley, fue lo que se impuso en ese infierno. Ocupado en su mayoría por mineros extranjeros, Buenos Aires fue un espacio que el Estado inexplicablemente dejó crecer hasta verse obligado a montar un operativo policial y militar para restablecer el orden.

A pesar de que nadie puede defender la minería ilegal, hay sectores que la quieren utilizar como argumento a favor de una política de extracción minera de amplio alcance nacional. Quieren ponerle al país entre la espada y la pared: o minería ilegal o legal, y con ello dar por cerrado el debate que se abrió en el país sobre la explotación de recursos minerales metálicos como nueva fuente de ingresos estatales. El argumento es bastante simple y tiene como tesis de fondo la propia debilidad del Estado para controlar zonas de concentración del recurso: allí donde hay minerales –dice el argumento– habrá explotación. La codicia humana no tiene límites –menos cuando se trata de vetas de oro expuestas, como era el caso de Buenos Aires–; ni el Estado, la capacidad para evitarla. Conclusión: hay que concesionar esas áreas a empresas serias que puedan hacer una explotación ambientalmente sustentable –si eso es posible– o caer en el infierno de la ilegalidad. Quienes sostienen este argumento han sido voceros del Gobierno y de las propias empresas mineras cuyas inversiones se ven amenazadas por la resistencia de algunas comunidades locales y grupos ambientalistas al nuevo ciclo extractivista que se quiere imponer en la economía.

Semejante postura cierra el debate porque no hay zona del país con recursos mineros que pudiese ser preservada para proteger, por ejemplo, fuentes de agua. El argumento se esgrime justo ahora que se activa una resistencia a las políticas que ofrecen una expansión de la inversión minera y el Gobierno pone todo su esfuerzo para impulsarla. La postura deja abierta la puerta para que no haya límites a esa política, por fuera incluso de las serias consideraciones ambientales a muchos de los proyectos que se impulsan. Sin mayores detalles ni con cifras depuradas y confiables, han dicho que la actividad minera podría pasar del 1,3% del PIB que representa ahora, a más del 4% en el 2021; que generaría muchísimo empleo, bienestar para las comunidades cercanas a los proyectos, y que el Estado se beneficiaría de ingentes recursos para las próximas décadas. Otra vez activan los sueños modernizadores en un momento de penurias fiscales. Pero ya tenemos mucha experiencia con el petróleo en la Amazonía, con la contaminación ambiental y la destrucción ecológica del planeta, como para cerrar los ojos y embarcarnos en la nueva aventura extractivista sin ningún beneficio de inventario y menos todavía sin un debate serio. (O)