El país es una pequeña franja verde enclavada en los Himalayas. Después de tres semanas en la India, la calma y el orden de Nepal es un respiro. Más aún frente a sus paisajes amplios y llenos de follaje, así como gracias al rostro amable de su gente. Mi primera parada fue el Parque Nacional Chitwan, en donde me adentré en la selva y pude apreciar rinocerontes, cocodrilos, venados y pavos reales en su estado natural, además de los elefantes que viven con los humanos. Dicen que con suerte, que no la tuve, se pueden ver tigres.

Pokhara, la segunda ciudad más importante y poblada, tiene la apariencia de un pueblo pequeñito que ha surgido alrededor del lago Phewa. Es, de hecho, la capital turística por ser el punto de partida de las expediciones al Anapurna. Por eso está llena de hostales, bares, restaurantes y tiendas dedicadas a los visitantes de todo el mundo. Por primera vez tuve la oportunidad de hacer parapente y la experiencia, contrario a lo que me hubiera imaginado, estuvo llena de paz y de contemplación de las montañas. Las alas de los parapentes, de todos los colores, bailaban en una especie de alegre remolino en el firmamento, llevados por el viento.

Esa extraña facilidad que tiene Nepal para enamorar a un occidental con sus imágenes es simplemente una máscara: en el fondo es un país complejo, de misterios inescrutables. Hasta la caída definitiva de la monarquía en el 2008, era el único Estado hinduista del planeta y sus reyes eran considerados los descendientes del dios Vishnu. En 1996 el Partido Comunista de Nepal se alzó en armas e inició una guerra civil de diez años a fin de proclamar un estado maoísta. Le pregunté al conductor que me lleva desde un templo budista a las cataratas Devis cómo se siente con la llegada, aún reciente, de la república y las elecciones, a un país que fue un viejo reino. Teníamos un gran rey, me dijo, no el último, ese fue corrupto como los políticos de hoy, me refiero al de la masacre.

El viernes 1 de junio de 2001, la familia real cenaba y departía en una de las estancias de los jardines del Palacio Real de Narayanhity. Según los escuetos informes que se tiene, el príncipe heredero Dipendra habría asesinado a sus padres, los reyes de Nepal, y a gran parte de la familia real, antes de intentar suicidarse. En estado crítico fue proclamado rey en el hospital y murió a los tres días. Su tío paterno asumió como último monarca. Se dice que el asesinato habría tenido que ver con una discusión familiar, con un supuesto estado de embriaguez del príncipe o con la oposición de sus padres a que contraiga matrimonio con su novia. El pueblo nepalí descree de esas posibilidades y las malas lenguas dicen que todo fue un montaje, que el autor de la masacre fue quien esa noche no estuvo en el palacio y se quedó, unos pocos años más, con el trono.

Mi visita al Palacio Real de Narayanhity fue una especie de viaje a ese pasado, no tan remoto, de Nepal, en que los reyes eran como dioses. La vejez y decadencia lo envolvía todo, las cortinas, los frescos y la historia nepalí. El aire pesado es insoslayable en el lugar de la masacre de la familia real, que es una más dentro de las muertes violentas que han asolado al país a lo largo de los siglos. En realidad, los lujos y excentricidades de la extinta monarquía nada tienen que ver con la realidad del país, signada por la pobreza, la muerte y las catástrofes. El terremoto de 2015 tuvo alrededor de nueve mil muertos. Trece mil, la guerra civil que se acabó en 2006, con una Asamblea Constituyente que proclamó la República Federal. Luego de la masacre, la idea de que los reyes eran descendientes de Vishnu, empezó a perder credibilidad.

Vishnu, el preservador del universo, es uno de los tres dioses principales del hinduismo, que en su vertiente politeísta llega a tener varios miles de deidades. Se lo representa con cuatro brazos y su vehículo es un toro. Brahma es el dios creador del universo, tiene cuatro cabezas y su vehículo es un cisne. Shiva es el destructor del universo, fundamentalmente se lo describe como un yogui y su vehículo es un águila. Sobre Nepal, sólo puedo recordar imágenes, hacer anotaciones, ofrecer datos. Tendrá que pasar un poco más de tiempo para asimilar la experiencia y sus consecuencias en mi manera de ver el mundo y de entender la historia asiática y la espiritualidad. Para poder escribir con más orden y lucidez sobre un país que me ha marcado. Por el momento me quedo con la imponencia sobrecogedora que tienen los Himalayas y que, por ventura, no se me van de los ojos. (O)