El ambiente político que nos rodea requiere de calificativos: pestilente y viscoso, entre otros, le calzan. Si soy presa de un alzhéimer cívico, mis disculpas, pero no recuerdo haber vivido una época más confusa y tórrida en todo aquello que concierne a la vida del país. ¿Somos acaso una descomunal barcaza a la deriva? ¿Somos un amasijo de voluntades que perdió su identidad? ¿Somos una población de cegatones que despilfarró horizontes? ¿En qué nos hemos convertido los ecuatorianos? ¿Desde cuándo?

Dos intrusos, de labia viperina y bolsillos repletos, han hecho escuela, tienen adeptos en cada esquina, parece que llegaron para quedarse y convertirse en compañeros del quehacer nacional. Me refiero a la verborrea y a la desfachatez, vicios que siempre golpearon nuestras puertas que nunca se las abrió de par en par: teníamos entonces algo de amor propio, al menos una pizca de vergüenza. Estos dos vicios proceden de una madre común: la corrupción, aquel estado de constante deterioro de valores; ese elemento viscoso que se expande sin levantar avisperos y se adueña de todo aquello que encuentra a su paso para contaminarlo y corroerlo.

La verborrea parece ser un mal ‘de nación’, adherido a la piel. Herencia de conquistadores, patrimonio de conquistados, herramienta de fácil manejo, poderosa máquina para halagar incautos, hábil instrumento para remediar lo indebido y cómodo para ‘facer y desfacer entuertos’. ‘Ya mismito, aquicito, más luego, un día de estos, te lo prometo, te lo juro, cuando quieras, claro que sí, más lueguito, cuando yo sea…, etcétera, son frases útiles para todo: para agradecer, prometer, prevenir y de manera especial para ofrecer, para comprometerse a nada y finalmente para hacer nada. La verborragia nos entretiene y hunde al mismo tiempo. Ministros de Estado, asambleístas, jueces, candidatos y un largo etcétera han sido contaminados o al menos teñidos por este mal, inconscientemente lo veneran, lo necesitan, son sus hijos.

La desfachatez es nueva. Hubo sinvergüenzas, es verdad, pero no en cantidades exportables. Hubo osados que encontraban la horma para sus zapatos, cuando menos lo pensaban. Los atrevidos, impetuosos, osados o audaces eran parte del folclore, daban sabor a una cierta paz franciscana reinante, éramos orgullosos de vivir en una ‘isla de paz’. Hoy la desfachatez campea, adquirió carta de naturalización, se ha convertido en un nuevo modo de ser, en motivo de orgullo personal y social. ¿Algo más? Insolencia, atrevimiento, descaro, desvergüenza, inverecundia, grosería, osadía, cinismo o vulgaridad son términos que ayudan para una mejor comprensión de la desfachatez.

La desfachatez y la verborrea son el caldo de cultivo de la corrupción, ese líquido viscoso y fétido que no respeta género, que permea oficinas públicas, que anida en juzgados, que es carta de presentación en municipios y que también invade templos, universidades, escuelas, colegios, etcétera. Los corruptos de antaño escondían sus rostros, sus familias se avergonzaban. Aquellos de hoy alardean por el mundo su inverecundia, viven como magnates; ufanos y horondos pretenden ser remedio para el mal que ellos generaron mientras nosotros –usted y yo– culpamos todo a la ‘mala suerte’, aterrados y perplejos.

(O)