Cadáveres sepultos e insepultos, viudos, huérfanos, oprimen el corazón, nublan la mente, entorpecen la lengua, dejando solo al silencio de la soledad ocupar el vacío presente y también futuro. Juntamente con mis hermanos obispos en ejercicio y el representante del papa hago llegar a todas las personas abiertas a la vida eterna el llamado de Cristo a la esperanza.
Todos, desde diversas situaciones, afrontamos las angustias de la vida civil y religiosa del país y del mundo, especialmente en esta pandemia. La fe cristiana ayuda a esperar, también para los miles de cadáveres insepultos, resurrección individual y personal.
¿Afrontamos en esta pandemia un castigo?, ¿una dolorosa cirugía? Todos podemos plantear estas y otras preguntas. La sola razón nos lleva a afirmar: la muerte no tiene sentido en sí misma. Tiene sentido en cuanto es un paso a la resurrección.
Yo estoy como rumiando la dolorosa realidad de la pandemia actual, iluminado por la fe y la esperanza cristianas, que unen la muerte con la vida.
El Crucificado, resucitando, ayuda a descubrir que nos alejamos de Él, separando muerte de resurrección. Afirma con su vida en la Tierra que “la muerte no es el final del camino”. También nos alejamos de Él, encerrándonos en nuestro dolor personal, descuidando el dolor de otros.
Dios guía la historia, contando con la libertad humana, con la que Él mismo nos creó. Dios, que nos creó para la vida eterna, no nos lleva a ella si la rechazamos expresamente. El libre aporte de la persona humana, por mínimo que sea, es elemento necesario de salvación.
Todo es regalo de Dios; el perfume del regalo es la gratuidad de Dios y la libre aceptación humana. Es tan grande el regalo que el beneficiado lo percibe gradualmente en la Tierra y lo percibe plenamente en la vida eterna.
El hondo contenido de la fe cristiana consiste en que Dios Padre nos regala a su propio Hijo hecho hombre. La humanidad es más que papel de regalo. El Hijo de Dios se hace hombre, sin dejar de ser Dios. El Hijo de Dios toma en el seno de María toda la humanidad, la de todos los pueblos, de todos los tiempos; la toma sujeta al dolor y a la muerte. Ha tomado la humanidad de los que han sido enterrados sin nombre en esta pandemia. Él conoce el nombre de cada uno.
El egoísmo, que llamamos pecado, es como la bola de nieve que, al descender de la altura, va arrastrando y destruyendo realidades humanas, dejando al hombre retorcido, encerrado en sí mismo. Cristo asume esta humanidad, para enderezarla en el yunque de la cruz y abrirla.
El coronavirus, cruz que están cargando pueblos del mundo, actualiza el viacrucis, en la que Cristo nos enseñó concretamente: no hay triunfo sin el dolor del esfuerzo, ni resignación pasiva ante esta expresión de muerte.
Falta sentido cristiano al Viernes Santo, separado del Domingo de la Resurrección. Cristo hombre carga esta pandemia con sus seguidores y les da fuerza a médicos, sacerdotes, ministros, a todos los que exponen su vida. (O)