Hace pocos días olvidé mi teléfono fuera de un supermercado. Pocos minutos después regresé a buscarlo, ya no estaba y había sido apagado. Relatar los eventos que se sucedieron luego tomaría más espacio del disponible, resumiré indicando que finalmente lo recuperé. Preferiría escribir que quien lo encontró se esmeró por hacérmelo llegar, pero no fue así. Pudimos ubicar la casa y la persona que lo había encontrado, algunos dirán que fue gracias a las tecnologías actuales, yo que fue algo menos humano y más divino. En todo caso, acompañados de un patrullero llegamos al lugar donde un hombre nos devolvió el teléfono alegando nervioso que era honesto, que nunca robaría, que se lo había encontrado. Por unos momentos me inundó un profundo sentimiento de indignación. Un poco más tarde, observaba mi teléfono recordando las palabras del hombre intentando justificar lo injustificable.

Esta experiencia es solo una de las tantas que muestran que para algunos la frontera entre lo honesto y lo deshonesto, lo correcto y lo incorrecto, es una zona con gradientes, sin absolutos, todo es relativo. Yo disiento, no creo que la honestidad sea relativa y dependa de circunstancias; algo es honesto o es deshonesto.

Los vergonzosos actos de corrupción que se denuncian en estos tiempos de pandemia negociando con la salud, con la vida, son un reflejo de un sistema corrupto y deshonesto desde sus cimientos, donde los ciudadanos incorporamos la deshonestidad a nuestra cotidianidad. Cuando aceptar u ofrecer “regalos” para canalizar trámites, pedir o pagar coimas para evadir sanciones, irrespetar una fila, o cualquier otro aparente pequeño acto de deshonestidad se vuelven normales y justificables porque “todos lo hacen”, la corrupción se ha vuelto intrínseca.

La honestidad no es cuestión de clase social o nivel académico; sin saber leer ni escribir una persona puede dar cátedra de decencia y rectitud. La honestidad se esculpe con verdadera educación, aquella que genera seres humanos integrales cuya conducta está regida por una coherencia entre principios, valores y virtudes. Esa educación cuya raíz profunda y fuerte la establece la familia y luego puede continuar a ramificarse y fortalecerse a través de otros maestros, pero que jamás podrá ser destruida ni fragilizada. Soy uno de esos seres afortunados de haber contado con ese tipo de familia. Unos padres que nos enseñaron no solo los principios y valores éticos, nos ayudaron a interiorizarlos haciéndolos parte intrínseca de mis hermanos y de mí.

Hace exactamente un año, me excusé por usar este espacio para rendir un homenaje a mi padre por su cumpleaños. Hoy quiero cerrar esta columna para hacerle un nuevo homenaje que estoy segura le llegará donde ahora se encuentra. Un homenaje al padre y al hombre extremadamente bueno y generoso, que dejó a sus hijos el compromiso social, la solidaridad y la honestidad como sus mayores legados. Ese debería ser el objetivo de todos los padres.

Gracias, Dios, por habernos bendecido con un padre maravilloso y luchador. Gracias por tenerlo ahora contigo cumpliendo con energía y fuerza renovadas el rol de guía y protector de su familia como siempre. (O)