Hace pocos días el Ejecutivo mediante el Decreto 1074 declaró nuevamente el estado de excepción en todo el territorio nacional. Nos enfrentaremos a 60 días más en los que el Gobierno Central tendrá la potestad de limitar la movilización, la voluntad de asociación e inclusive la posibilidad de acceder a información plural e inmediata.

La crisis institucional de Ecuador no es producto de la pandemia, sino que esta se profundizó con la aparición del virus. El Gobierno ha demostrado grandes debilidades en la ejecución de políticas públicas, no solo en materia sanitaria, sino en general. Además de que se ha evidenciado una desconexión entre el quehacer político, los gobernantes y los ciudadanos, nos hemos visto inmersos en una serie de escándalos de corrupción, que han comprometido la naturaleza de la gestión pública.

Estos casos de corrupción ya han sido mencionados en otros artículos y por otros columnistas, por lo que no resultan novedosos para los ecuatorianos, ya que solo se necesita consultar cualquier medio de comunicación o navegar en Twitter por un momento para comprender que las noticias más sonadas son las que develan cómo un sinnúmero de servidores públicos ha abusado de su poder y se ha enriquecido ilícitamente.

El problema de los modelos unitarios y centralizados es que en el afán de administrar el poder desde un solo escritorio resulta sumamente complejo entender todas las realidades del territorio; peor aún en un Estado como el ecuatoriano, donde las diferencias no solo las definen las regiones, las definen con más precisión las provincias, los cantones y los barrios. A pesar de que la Constitución declara que la administración se da de manera descentralizada, resulta ser simple retórica, porque lo que prevalece es la desconcentración. En palabras simples, el Gobierno Central no pierde competencias y para demostrar su poder, se dispersa por el territorio.

Por esta razón se ha empezado a considerar a los modelos federales como modelos de gobierno que podrían resolver los problemas que se han mencionado anteriormente. Claro está que ningún modelo es perfecto, pero se puede destacar que este proporciona herramientas interesantes para que la administración se ejecute territorialmente, esto quiere decir, por medio de la concesión de competencias a los gobiernos locales, para promover prácticas más eficientes y cercanas al ciudadano.

Desde la academia se están desarrollando insumos de discusión sobre las potencialidades del federalismo y, más que nunca, esta consideración podría transformar la forma de tomar decisiones públicas en nuestro país. La administración pública central, tal como se la describe en el Erjafe, responde a un modelo de Estado centralizado, donde los gobernantes que tienen miedo de perder el control ponen en riesgo el desarrollo de los territorios por el simple hecho de asegurar victorias electorales a corto plazo. Reevaluar nuestro modelo de gobierno es una necesidad imperante, ya que la república unitaria que mantenemos se ha convertido en una muy obsoleta e incapaz y, además, atenta contra la libertad de los individuos. (O)