Hay un adagio que decimos sin pensarlo mucho, pero es tan cierto que asusta: “Dios perdona siempre, los hombres a veces y la naturaleza nunca”. Los creyentes sabemos que el amor es parte de la esencia de Dios y el amor perdona siempre. Los hombres somos capaces de amar y por tanto de perdonar y en eso nos parecemos un poco a Dios. La naturaleza, en cambio, tiene leyes inexorables que se cumplen a rajatabla. Es cierto que Dios las podría suspender, pero no lo hace porque para algo las puso: visto así, los milagros son contrarios a las leyes que Dios estableció para que se cumplan, pero de vez en cuando muestra que puede caminar sobre el agua o hacer que las vacas vuelen.

Otro dicho se atribuye a los sabios de la Universidad de Salamanca en tiempos de Cristóbal Colón: “Lo que la naturaleza no da, Salamanca no lo presta”. La frase se aplica a los estudiantes, a quienes les aclara que si la naturaleza no los dotó con inteligencia, los sabios no podrán hacer nada por ellos, como tampoco pensaban demostrar si la tierra era esférica como una pelota o plana como una pizza.

La admiración por la naturaleza hace que nos sintamos espectadores ajenos y lejanos del canal Nat Geo. Y no es así: los humanos somos parte de la naturaleza, cien por cien animales, racionales pero animales al fin. Somos blancos, negros, amarillos, marrones, petisos, viejos, jóvenes, gordos, flacos, altos, rubios, crespos, peludos lampiños, pelirrojos, morochos, orejudos, narigones... pero somos todos de una sola especie de animales inteligentes y libres que habitamos todos los climas, las alturas y bajuras, las longitudes y latitudes; andamos por tierra, por agua y por aire hasta salir al espacio sideral. Somos depredadores capaces de degradar la naturaleza o conservadores incapaces de matar un mosquito. Somos los amos y señores de la creación, pero somos parte de ella y no nos podemos salir por más libertad que tengamos. La naturaleza cuenta con nosotros, convive con nosotros, se defiende de nosotros, se sirve de nosotros, nos regala sus frutos, nos enferma y nos cura, nos parasita y nos mata... y la tierra termina engulléndonos como a todos los animales y vegetales de la creación.

Hoy más que nunca sentimos esa realidad. Seremos los amos y señores, pero también somos incapaces de ganarle a un virus invisible que ni siquiera sabemos si es animal, vegetal o mineral. Llevamos meses dándole vueltas a la rosca de la cuarentena porque lo único a que atinamos es a escondernos en la caverna hasta que pase la peste. Hemos avanzado mucho pero no hemos avanzado nada, estamos igual que hace dos millones de años y también igual que hace cinco meses, siempre contando el cuento de la buena pipa.

La naturaleza nos está dando una lección que olvidaremos enseguida, cuando volvamos a creernos sabiondos y todopoderosos: la soberbia nos convirtió en el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra. Creemos que lo sabemos todo y no sabemos ni lo suficiente para enfrentar a un virus que ni tiene cerebro ni piensa. Somos tan poca cosa y a la vez nos la creemos tanto que nos hemos convertido en inexplicables. (O)