Un niño de Argentina dijo: “Nos quitaron de la escuela lo que más me interesaba, los amigos y el recreo, y se ha quedado lo que menos nos gustaba, las clases y las tareas”. Cita en una entrevista Francesco Tonucci, maestro, pedagogo e investigador italiano, con respecto a las clases online.

No quiero desmerecer ni dejar de reconocer el enorme esfuerzo de muchas instituciones y docentes por llevar al espacio virtual la propuesta escolar, me parece poco justo, por las condiciones y tiempos en que se han implementado. Sin embargo, creo que esta cuarentena y sus condiciones nos ayudan a reflexionar sobre los procesos educativos.

La escuela no son solo los contenidos, es un espacio relacional, donde el aprendizaje está conectado a una experiencia que combina la cabeza, el cuerpo y las emociones, desde el pensar, hacer y sentir. En ese sentido, los contenidos podrían ser lo menos relevante y lo más fácil de reemplazar, y las emociones, tal vez, lo más olvidado en esta aventura titánica de sostener el colegio a través de las pantallas.

Entonces, la pregunta se deriva a qué entendemos por educación, desde dónde la queremos mirar y evaluar.

Mónica Herrera, educadora chilena, cofundadora de la Escuela de Comunicación que llevaba su nombre en Chile, El Salvador y Ecuador, y que aquí se transformó en la Universidad Casa Grande, se planteaba en los inicios de los años 80, como propósito para su propuesta educativa: “Formar profesionales capacitados en aprender a aprender, aprender a amar, aprender a pensar en forma libre y crítica, aprender a amar el mundo y hacerlo más humano, aprender a realizarse mediante el trabajo creador. En síntesis, en unir la educación a la vida en un proceso permanente”.

Mientras algunos especialistas están considerando este año como una pérdida, porque la didáctica a distancia no ha funcionado como se preveía y no se pudieron abarcar los contenidos articulados al currículum, podríamos, por otro lado, ver la educación como un proceso de formación integral, unida a la vida. En ese sentido, este año ha tenido unas ganancias que no estaban contempladas: los niños pudieron pasar más tiempo que nunca con sus padres, tuvieron que enfrentarse a conversaciones sobre la tristeza y las pérdidas, revalorar la posibilidad del encuentro y afectos con los otros, y reinventarse en sus espacios de manera colaborativa con la familia.

Elisa, una niña de 9 años de Lima, dijo en una encuesta que antes no podía entender estas cosas que pasan porque estaba en la escuela.

Entonces, en lugar de lamentarnos por la “pérdida” de un año escolar, sugiero recuperar y valorar los aprendizajes inesperados que ha dejado la pandemia e incorporarlos en el proceso educativo formal, no podemos pensar que el día que volvamos a la escuela presencial, volveremos de la misma manera que salimos.

Esta experiencia debería generar que se refuercen preguntas sobre el uso de la tecnología, las emociones, la autonomía y la articulación del aprender con la vida.

Citando a Cristóbal Cobo, “Si solo ves una solución a un problema, no entendiste el problema”. (O)