Mundialmente, nos encontramos en una encrucijada difícil de resolver ante el peligro real que supone reabrir las instituciones educativas cuando continúa la transmisión del virus que causa COVID-19. Aun en hogares con recursos económicos y apoyo emocional básico para que niños y jóvenes continúen sus estudios de manera virtual, ellos están sufriendo por el encierro o el aislamiento en países como Ecuador, donde no se ha vuelto a clases presenciales en la mayoría de instituciones educativas.

En países con más ingresos y menor densidad poblacional como Dinamarca, las aulas de primaria se han mantenido abiertas casi todo el tiempo. Esto fue posible no solo por la capacidad del sistema de salud para identificar, trazar y tratar casos, y una cultura que felicita el respeto a las normas, sino también porque no hay calificaciones en esos años dado que el énfasis se encuentra en la socialización y el aprendizaje. Por ejemplo, la importancia de la puntualidad y asistencia se interioriza socialmente, no se intenta imponer por medio de la amenaza o el castigo. Todo esto significa, porque lo viví con mis hijas, que la escuela danesa está totalmente capacitada para adaptarse de manera fluida a las necesidades específicas y cambiantes de los estudiantes durante las exigencias sui géneris a las que nos ha sometido la pandemia por COVID-19.

Ante la falta de estas condiciones casi ideales, son pocos los colegios públicos y privados que están regresando a las aulas de primaria en nuestro país, ya sea porque están bien asesorados, tienen un sólido liderazgo, o se encuentran en localidades con escasa transmisión del virus y población escolar. Los retos de los colegios masivos son grandes. Podrían rotar a sus estudiantes para trabajar al 50% de capacidad si autoridades y profesores dejan de actuar bajo los supuestos de “los padres no apoyan”, “los estudiantes no obedecen” y “sí les avisamos pero no hacen caso”. Asimismo, deberían evitar encerrar a los estudiantes con la justificación de que “se distraen estando afuera” o “el ministerio no permite cambiar los horarios para organizar recreos diferentes”, y renunciar periódicamente a la enseñanza convencional cuando los niños están ansiosos o asustados porque “se están atrasando y el ministerio después nos reclama”.

Para ello, es indispensable que el Ministerio de Educación emita disposiciones de manera oportuna que además puedan adaptarse en la práctica, en lugar de exigir que la realidad se acomode a la imaginación de sus funcionarios. El reto es enorme porque la educación pasó de las manos de un sindicato agresivo y caótico a su persecución y castigo, sin hasta el momento lograr un seguimiento constructivo que resuelva errores por medio de una adecuada rendición de cuentas. Con un presupuesto demediado en el sector público, escasos especialistas en educación, organizaciones que dependen de sus buenas relaciones con el ministerio y por tanto son renuentes a realizar críticas, y una sociedad civil desgastada se deben encontrar alternativas ágiles para reunir retroalimentación que contribuya a realizar los continuos ajustes que requieren esos tiempos. (O)