Hay muchas maneras de mirar una película, casi tantas como las hay de leerla o de evitar hacerlo para no pensar lo que subyace a lo visible. Todo esto por causa de la ociosa polémica desatada por la película Guapis (Mignonnes, 2020), ópera prima de la joven realizadora francesa de origen senegalés Maïmouna Doucouré, que Netflix pone en cartelera. Para muchos espectadores, la cinta promueve la erotización de la infancia e incita a la pedofilia. Para otros, incluyéndome, nada que ver. Personalmente, me parece una pequeña joya de inesperada belleza, un relato conmovedor, crudo y honesto, sobre una niña de 11 años de edad, hija de migrantes senegaleses en París, que se asoma a la adolescencia y a la asunción de su feminidad, en una familia dividida y azotada por la pobreza, la marginalidad, el desarraigo cultural, el racismo, la violencia y el abandono de un padre.

¿Dónde yace aquello que suscita la pedofilia? ¿En la doceañera Lolita o en el maduro profesor Humbert Humbert? Si nos tomamos la molestia de leer las 380 páginas que Vladimir Nabokov publicó en 1955, no tenemos duda. La perversión que toma por objeto a la niñez siempre estuvo allí, antes de la erotización de la infancia que aparece en los medios y en las redes sociales del siglo XXI. Precediendo a aquello que en Guapis es un mero pre-texto en el que naufragan los defensores de la virtud de los niños y la moral de los viejos. ¿Dónde se ubica lo erótico? ¿En lo que se muestra, en lo que se oculta o en la mirada del espectador? ¿Acaso ignoramos que las niñas de 11 años en la actualidad internetizada y portable imitan las coreografías de Beyonce y de Shakira, sin necesidad de “aprenderlas” en la película de Doucouré? Que ello ocurra, ¿nos pedofiliza a todos?

Que la pederastia siempre haya existido no la normaliza ni autoriza. Que muchas niñas de 11 años, en la globalización actual, supongan que la exposición de sus imágenes erotizadas en Instagram es un modo de entrar en la adolescencia y lograr aceptación de sus congéneres, sin estar preparadas para ello, es un fenómeno que no podemos ignorar. Pero la calentura no está en las sábanas, y de eso se trata Guapis, de lanzar un debate y no agua bendita. Porque una polémica no es un debate, y las imágenes no son las palabras. Aquello que Doucouré muestra a la mirada de los espectadores se convierte en texto para los lectores que quieran discutir sobre la persistencia de los viejos temas y problemas, tan vigentes hoy como hace 65 años.

Guapis es la historia de la pequeña Amy. La historia de los dolores puberales, del nunca fácil proceso de asumir una posición sexuada desde que nacemos hasta la temprana juventud, de la diferencia esencial entre la función paterna y la materna, de las eternamente difíciles y desencontradas relaciones entre los hombres y las mujeres, de cómo ellas siguen sometidas a los machos presentes, de por qué un macho rara vez hace un buen padre, y de las siempre insuficientes políticas de los Estados para remediar la situación de las mujeres. La historia de “les activismes académiques y les discurses polítiquemente correctes” que no trascienden la coreografía. (O)