Hoy abogo por la austeridad. Por la capacidad de reducir las apetencias, de medir con objetividad el real y magro espectro de nuestras necesidades, de ponerle un rostro mesurado y solidario al momento que vivimos. Habíamos bajado la guardia frente a la amenaza de enfermedad y muerte, tanto que hubo –y sigue habiendo– reclamos por las restricciones preventivas, apelando a la responsabilidad personal para cuidarnos. Todavía hay quienes creen que ese concepto funciona en nuestra comunidad.

Los hechos hablan por sí mismos. Ya sea por los visitantes de fin de año que vinieron del exterior ávidos de proximidad familiar, ya porque no pudimos prescindir de las tradiciones y llenamos los centros comerciales (había que estrenar ropa, dar regalos, ingerir comida y bebida especiales), la Bahía, las aceras de la calle 6 de Marzo, estamos, otra vez, acosados por el enemigo invisible que vuelve a matar. O será ese injusto fenómeno del “muerto conocido” el que nos prende las alarmas, porque siempre hubo gente caída durante la ya larga permanencia del virus entre nosotros.

Nos decíamos “cuídate” como frase de despedida, pero creímos que Navidad y fin de año sin encuentros y sin fiestas eran impensables. Unos creyeron que con PCR previo o próximo estaban seguros. Otros se lanzaron a la reunión clandestina, a la calle cerrada para el efecto, a la celebración como si el baile agitado exorcizara los fantasmas que nos acuciaron y el alcohol inyectara salud para los días venideros. Decir “feliz año” sin la copa de champán era insípido. Quedarse en el hogar de pocos miembros no tenía fulgor. Y como hay que alimentar las redes sociales con las imágenes de nuestra felicidad, no ha habido empacho en mostrar las numerosas reuniones, los almuerzos en las casas veraniegas, las modas del momento. Viendo algunas celebraciones, nos hemos podido preguntar si es cierto que nuestro país está en crisis económica. O si se trata de la clásica desequilibrada distribución de la riqueza, un poco menos clásica cuando los modos torcidos de hacer fortuna se cuelan entre los que la han hechos por las vías del sistema. Lo cierto es que a muchos que están golpeados por el desempleo, las deudas, las estrecheces de todo tipo, debe haberles sabido amarga la ancha brecha de la desigualdad.

Mirando en torno de mi propia baldosa, me planteo el concepto de necesidad. Lo veo tan elástico, tan ergonómico que me cuesta utilizarlo como una categoría para la vida. Lo que cada uno necesita puede ser muy diferente de lo que requiere el de más allá, sobre todo, de quien está un poco lejos por hábitat, barrio, ciudad, país. Poco se piensa en que la satisfacción de algunos ofende a quienes no tienen acceso a la refinada gastronomía, a las elegantes mansiones, a las ropas vistosas. La paradoja es mayor cuando reparamos en que esos placeres están elaborados y sostenidos por quienes no pueden degustarlos. Frente a ese panorama de contrastes, cada vez más visibles, realidades manipulables por manos de los políticos, señales incomprensibles para quienes son los desfavorecidos, es que apelo, siquiera, a la austeridad. Que el que tiene más de lo que sea no lo exhiba, ponga pausa a su andar privilegiado, porque como dijo Borges: “Yo soy los otros, cualquier hombre es todos los hombres”. Y allí nos encontramos. (O)