Murió Armando Manzanero y en su fuga hacia el ocaso olvidó llevarse la música que nos legó como fortuna. Atrapada en el romance de sus letras, nuestra juventud se revistió de sorpresivos sentimientos con tan solo bailar el primer bolero. Mi hermana Glenda y yo habremos tenido entre 12 y 14 años cuando los queridos vecinos playeros, Dany y Chiveli, nos enseñaron los esenciales pasos de baile en pareja, aprendiendo a cuidar del ritmo y las distancias.

Eran los años 70, época de las tandas. Las orquestas tocaban seis canciones en seguidilla, alternando géneros: cumbia, soul, bossa, salsa, pop, disco, balada, rock. Lo bailábamos todo: Sandro, Leonardo Favio, Los Iracundos, Roberto Carlos, Caetano Veloso, Piero, Leo Dan, Los Gatos (¡La balsa!), Palito Ortega, Los Ángeles Negros, Lupita D’Alessio, Héctor Lavoe, Willie Colón, José José, Feliciano, Santana, Camilo Sesto, J. L. Perales, Miguel Bosé, J. M. Serrat, Beatles, Bee Gees, Gloria Gaynor, Barry White, Elton John, Cat Stevens, Rolling Stones, Neil Young, America, ABBA, The Doors, Simon and Garfunkel, James Taylor, Carol King, Queen, Eagles. Y más. Pero la tanda de boleros… Eso era otro nivel en la escala de ternuras.

Nosotras, adolescentes ensimismadas en los hallazgos de la nueva piel, esperábamos emocionadas un encuentro cheek to cheek con los enamorados. O con aquellos en proyecto de serlo, porque un bolero era el factor clave para tomar decisiones. Moverse en sincronía al compás de Somos novios sellaba la relación de amor en un pedacito de cielo. Después de eso, el diluvio. ¡Nada más importaba!

Pero la tarea no era tan fácil para quienes teníamos hermanos varones. ¡Y mayores! Se requería blindarnos de su mirada escrutadora; había que pensar estratégicamente, sobre todo en las oportunidades y amenazas en territorio. ¡Qué Sun Tzu ni qué Maquiavelo! Nuestras tácticas eran infalibles: averiguábamos la hora en que la banda tocaría música suave para alejarnos del peligro fraterno; pedíamos a las amigas que hicieran de campanas, previniéndonos de su presencia; o requeríamos distraerlos mientras recuperábamos la compostura. Voy a apagar la luz, Cuando estoy contigo y Adoro activaban la alerta naranja.

Las letras de Manzanero estremecieron nuestros cuerpos y nos alborotaron el alma, arropándonos en la compleja transición hacia la adultez. A punto de incrustársenos la sinrazón de los afectos, lloraríamos al escuchar Esta tarde vi llover. Rechazaríamos a alguien con un No. Murmuraríamos: No te imaginas amor cómo Te extraño. Admitiríamos que lo seguíamos amando Todavía. Nos cantarían Mía en tono de advertencia. Confesaríamos: Contigo aprendí. Y cualquier madrugada, un amorcito perseverante, escoltado por lagarteros, entonaría Esperaré a que sientas lo mismo que yo.

Mi corazón aún se agita con los primeros acordes de No sé tú y Por debajo de la mesa, conmoviéndome hasta lo indecible. Sí. No se renuncia a la música que se deslizó en el espíritu para siempre y ayudó a que nuestra vida no se estropeara demasiado. A la música que grabó las instantáneas del tiempo en la palabra hecha susurro, en la ilusión en carne viva. ¡Gracias, Maestro! (O)