Días amargos. Resulta más difícil que nunca encontrar el hecho feliz de cada jornada. Lo escribo situada en la medianía de la vida: ni en la distante esfera de los privilegios, esos que permiten, pese a todo, contar con una realidad a prueba de menoscabos, así como tampoco probando el hambre y el despojo. Aurea mediocritas de por medio, se aspira a “estar bien”, simplemente a eso, que en el presente significa salud y una rutina amigable.

¿Habrán infringido las normas del cuidarse? ¿No vieron —como la mayoría que anda por allí aferrada al culto de la sociabilidad— los riesgos de la interacción o se les impusieron los ritos, las fechas, las exigencias de los amigos? Con todo eso como telón de fondo o, nada más, por haber caído bajo los huracanes del azar, hemos seguido despidiendo personas que figuran en el horizonte de nuestros conocidos. La muerte hoy, como desde marzo del año pasado, continúa siendo un dato horrible. No hay acostumbramiento frente a ella. No por constituir el muerto invisible, el número que calza en la cantidad que ofrece el noticiero, deja de significar dolor, de darle un tajo al alma de alguien.

Cada uno sabe cuántos nombres lo paralizaron un instante, lo obligaron a asimilar la información, a ajustar el recuadro de su historia personal para ubicar a esos seres concretos. La famosa película frente a los ojos. Lo conocí en tal momento, lo traté, era mi vecino, mi amigo, mi compañero de bancas, mi opositor en el equipo de fútbol, mi cliente. Y se ha ido agrandando la lista. No se detiene. Creo que, a ratos, pienso más en los muertos que en los vivos, pese a que Facebook se aplica en recordarme cumpleaños e Instagram exhibe los rostros de quienes brindan y celebran.

Mi familia estuvo incólume hasta que a comienzos de este mes cayó mi primo Mario, el de los apasionamientos dialogales, el de los libros de historia. En el lapso de ocho días, mi compañera de colegio Blanche perdió a sus dos hermanos. El esposo de la escritora Aminta Buenaño se fue luego de rápida racha de agobios que ella, elocuentemente, ha puesto por escrito en estremecedor testimonio que nos ha hundido en la tristeza (las penas confesadas con las palabras justas son más conmovedoras). Guido Jalil Trejo —“el triestino” entre sus amigos por su novela más conocida— deja interrumpido para siempre nuestro intercambio de mensajes y bromas (porque le encantaba mi segundo nombre y lo pronunciaba sonoramente). Que un vecino del cercano Barrio del Seguro, que la señora anciana que ni sabía que estaba enferma.

Todo luce que así continuaremos. Coleccionando nombres mientras toreamos en nuestro reducido ruedo el ataque del virus, recibiendo los ridículos mensajitos que nos incitan a vivir cada momento porque puede ser el último, o tropezando en la indispensable salida al irresponsable que se sitúa a nuestro lado, desatento a la nefasta realidad que nos circunda. Que dentro de este contexto, personal y al mismo tiempo general, los gestores de la misérrima cantidad de vacunas que llegaron al Ecuador dispongan de ella en un remedo de distribución equitativa, solo contribuye a la amargura y la repugnancia de depender de esa clase de funcionarios. Me temo que la mediocridad y la inoperancia son contagiosas y que todos podemos estar enredados en esta telaraña de fracaso real y moral. (O)