En la luz suave de la mañana, donde el sol acaricia el hogar, mi corazón canta y se engalana, por la madre que sabe amar. Sus manos, cual pétalos de rosa, tejen sueños en el aire; en su voz un canto que reposa; ella es refugio y mi gran estandarte. Bajo su abrigo, el mundo es cielo, su risa, un río que no se apaga, los abrazos son canto y anhelo, la calidez que todo embriaga.
¿Por qué se da el apego madre e hijo?
Ella me enseña la vida entera, con su sabiduría infinita, cada consejo es una bandera que guía mi senda. En su mirada el fuego eterno, el amor que no tiene fin. Gracias, madre, por tu cielo, por ser mi razón, por ser mi festín. Estoy tan agradecido y bendecido por cada instante a tu lado; tu amor es un regalo subliminal, mi tesoro más preciado. Así en cada verso te honro.
En su mirar profundo, encuentro la alegría, cada historia contada es un alma que alimenta. Su risa es el sol que despierta mis sentidos, su abrazo un refugio en la noche oscura. En cada palabra, sus horas se adornan, su amor es la brújula que siempre me asegura. Cada día agradezco por tener de su amor, la vida que desata. Es un regalo hermoso, divino y sincero, ser hijo de su amor, tan puro y entero. Agradecido, mi mayor anhelo. ¡Oh, madre querida! Gracias por tu fe. (O)
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Juan Carlos Andrade, Guayaquil