Ser docente en Ecuador hoy es mucho más que enseñar contenidos. Es también aprender a caminar con miedo, entrar al aula con el corazón en vilo y cargar una responsabilidad que va más allá de la pedagogía: cuidar la vida, la propia y la de los estudiantes. En ciudades como Guayaquil, Durán y Esmeraldas la violencia criminal no solo golpea las calles, sino que ha cruzado los muros escolares, instalándose en las agendas cotidianas con amenazas, extorsiones y hasta secuestros.

Racismo estructural en el sistema educativo

La llamada “vacuna” ha alcanzado a los docentes. Muchos de ellos deben entregar parte de su ya limitado salario bajo amenaza de represalias. Esto ha provocado miedo, cansancio y un dolor profundo que no siempre se ve, pero se siente. Hay docentes que no duermen tranquilos, que llegan a clase con el nudo en la garganta o que miran con desconfianza cada llamada telefónica. La ansiedad y el estrés son ya parte de su jornada laboral, al igual que la tiza o la computadora.

Este clima de miedo impacta directamente en su labor. La educación requiere presencia plena, empatía, creatividad y vínculo emocional. Pero cuando un maestro enseña con temor, su capacidad de conectar y motivar se ve limitada. No porque falte compromiso, sino porque el cuerpo y la mente están ocupados en sobrevivir. ¿Cómo hablar de proyectos a futuro cuando no se sabe si se podrá volver al aula al día siguiente?

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Aun así, miles de docentes siguen firmes. Enseñan, escuchan, animan, acompañan. Son ejemplos de resistencia silenciosa en medio del caos. Pero no deberían estar solos. Es urgente que las instituciones educativas cuenten con protocolos claros de seguridad, apoyo psicológico y un respaldo real. Que el Estado asuma su responsabilidad, no solo con presencia policial, sino con políticas educativas que protejan, cuiden y valoren a sus maestros. Que las comunidades educativas –padres, madres, vecinos– se conviertan en redes de apoyo, no en espectadores pasivos.

La educación de calidad no se mide solo en pruebas o logros académicos. También se mide en la capacidad de sostener el vínculo humano, de hacer del aula un lugar seguro, incluso cuando todo fuera de ella parece derrumbarse. En tiempos como estos, enseñar es un acto de valentía, y cada maestro y maestra que decide seguir educando merece ser cuidado, escuchado y reconocido. Porque si cuidar la educación es cuidar el futuro, entonces proteger a nuestros docentes es una urgencia ética y social que no puede seguir esperando. (O)

Carlos Manuel Massuh Villavicencio, magíster en Gerencia Educativa, Daule