“¡Tengo hambre!”, clamaba un niño de unos ocho años a su madre, quien formaba parte de una fila para entrar en un recinto electoral, no a depositar un voto, sino a depositar su esperanza.

Esa triste y angustiosa exclamación fue escuchada por muchas personas, algunos le prestaron atención, otros la ignoraron y se desentendieron. Lo angustioso de ese pedido es que la madre apenas se inmutó. Ella tiene que conservar el temple, guardarse para sí la impotencia de no poder gritar lo mismo. La deducción lógica nos señala que si el niño tiene hambre, la madre también la tendrá.

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La madre sabe manejar estas situaciones, pero eso no es suficiente para calmar ese pequeño estómago. A ella su estómago no le es importante, ya se acostumbró a la sensación del hambre, para ella lo importante es que los niños coman.

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Este suceso de la vida real, capaz de conmover, en realidad no deja de ser el diario vivir en miles de hogares ecuatorianos. Pero, orondos y campantes, hay quienes obvian esta situación y comentan que hechos así ocurren en otros países, pero aquí no.

Es innegable que aquel que no ha pasado por estas situaciones, carece de experiencia para resolver este problema. Donde la rabia e impotencia hace presa de una madre o un padre hasta conducirlo a la desesperación. (O)

César Antonio Jijón Sánchez, Guayaquil