No faltarán, con o sin razón, las personas que no aceptan ser metidas en el mismo saco. Dirán que jamás han dado un motivo para que se dude de su buena conducta. Se sentirán con el exclusivo derecho de juzgar a los demás, sin considerar que no serán pocos los que duden de su comportamiento. El tema que nos convoca no tiene que ver con la actuación de los políticos, con las obligatorias excepciones de ciudadanos de honor. Pues, en la generalidad, cuando de ellos se sospecha, no hay sorpresa, y la inmensa mayoría que no tiene relación alguna con estos rechaza

cualquier insinuación y toda afirmación dirigida a ubicarla en eso.

No, el asunto tiene que ver con la delincuencia común y organizada, de cuya gigantesca impunidad de vertiginoso y exponencial incremento ha derivado la justificada sospecha de culpabilidad (autoría, complicidad, encubrimiento) de unos, de otros, de todos. El crimen ha logrado llegar a esta situación. Se ha infiltrado en todos los estamentos de la sociedad; da lo mismo uniformado o civil, pastor o feligrés, terrorista o pacificador, funcionario público o elector, vecino o desconocido, rico o pobre... El delito ha conseguido que ahora nadie sepa con certeza quién es quién. ¡Qué pena haber llegado a estos niveles! Y lo que hasta hace poco era insospechado que pudiera acontecer hoy es lo contrario. Las advertencias que se hicieron hace 16 años de impedir que Ecuador se convirtiera en violento y peligroso no fueron tomadas en cuenta. Fue peor: durante 10 años se crearon las condiciones para que eso sucediera. En los 6 años siguientes, sin políticas claras para su desmantelamiento, la criminalidad se volvió incontrolable. Quizás pronto se encuentren soluciones para frenar, erradicar el crimen en Ecuador. De otra forma, la sospecha seguirá ganando terreno y los justos pagando por los pecadores. (O)

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Jorge Gallardo Moscoso, periodista, Samborondón