Un sujeto en estado etílico decide, luego de quitar la vida a su víctima, esconder el cuerpo del delito a vista y paciencia de todos los insomnes. Empaqueta el cadáver y se pasea en la madrugada por pasillos de una institución arrastrando su pecado, sin que nadie le diga nada. Limpia la escena. No sabe que el examen luminol ‘grita’ cuando hay indicios de sangre.

Sube al auto. “Siga nomás”(...), viaja a diez minutos del lugar de los hechos para arrojar el cadáver, esperando que nadie descubra la malévola atrocidad. Regresa, engreído, para despedirse de todos como si hubiera participado en una campaña heroica. Va a su casa, coge moto y se larga con destino incierto para esconderse de la verdad. Engreído, sabe que es autoridad, usa uniforme... El orgullo habita porque se cree más inteligente que todos y nadie se va a dar cuenta de perversas actuaciones. Ahora, huye asustado de diabólica perversión. Todo huele a un fétido brebaje de altivez, alcohol, adulterio, furia incontrolable (...), y de silencios cómplices. (O)

Gustavo Antonio Vela Ycaza, doctor en Medicina, Quito