Cuando empecé mis estudios de Economía en la universidad, una de las primeras lecciones estuvo dedicada al concepto de “ventaja comparativa”, la idea de que un régimen de libre comercio beneficia a todas las naciones involucradas independientemente de su nivel de desarrollo, tamaño o capacidad productiva. Esta es una de las ideas más antiguas de la economía, figurando ya de forma embrionaria en los escritos de Adam Smith en 1776 y desarrollada y probada matemáticamente por David Ricardo en 1817.
Pese a todos sus desacuerdos, los economistas de todas partes del espectro político universalmente sostienen la validez de este principio: el libre comercio entre naciones beneficia a todos, mientras que la imposición de restricciones tales como tarifas son detrimentales.
Paul Samuelson, ganador del Premio Nobel de Economía en 1970 y parte de la escuela neokeynesiana, afirmó que “la ley ventaja comparativa es la única proposición en todas las ciencias sociales que es tanto verdadera como no trivial”. Paul Krugman, ganador del Premio Nobel en el 2008 y conocido por sus tendencias de izquierda, afirmó tajantemente: “Si existiera un credo de los economistas, sin duda contendría las afirmaciones ‘Entiendo el principio de ventaja comparativa’ y ‘Defiendo el libre comercio’”. Del otro lado de la acera, Milton Friedman, el famoso economista libertario y ganador del mismo premio en 1976, reafirmó que “el caso a favor del libre comercio es un raro ejemplo de una política sobre la cual casi todos los economistas están de acuerdo”.
Citas como estas son fáciles de multiplicar. En efecto, sean de derecha o izquierda, progresistas o libertarios, los economistas desde hace siglos han reconocido que lejos de robustecer la economía nacional, el proteccionismo en realidad solo beneficia a unos pocos empresarios a costa del resto de la sociedad y, en el peor de los casos, puede exacerbar otros problemas económicos. El mundo tuvo que aprender esa lección a las malas en la década de 1930. Durante los oscuros días de la Gran Depresión, el gobierno americano tomó la fatal decisión de establecer tarifas con la intención de defender su producción local de la competencia extranjera. Hoy en día se reconoce que estas tarifas (conocidas como las tarifas Smoot-Hawley, en nombre de la ley que las promulgó) en realidad exacerbaron la crisis económica global y fueron uno de los factores que finalmente desembocaron en la Segunda Guerra Mundial.
Dentro del mundo de las ciencias económicas, el proteccionismo nacionalista se ha convertido en algo semejante al terraplanismo, una postura indefendible que denota una profunda ignorancia sobre el tema. Lamentablemente para nosotros, el terraplanismo está de moda.
Y es que en solo pocas semanas desde su inauguración, gracias al nuevo ocupante de la Casa Blanca el mundo parece haber súbitamente retrocedido a 1930. El fracasado y refutado nacionalismo económico que empujó al mundo hacia una guerra global ha resucitado, y ahora es parte de la agenda de la nación más poderosa del planeta. ¿Qué daños causará ahora? (O)