Cenábamos con mi nieto. La televisión, a la que yo daba las espaldas, transmitía un noticiario. Entre notas de la infame política nacional y crónica roja, un inesperado reportaje describía la floración de los arupos en Quito, árboles que en “verano” se transforman en hogueras y candelabros rosados, con las ramas cubiertas por sus plumosas flores. “¡Qué bueno que enseñen cosas bonitas en televisión y no solo crímenes y política!”, dijo el niño. Asentí conmovido, mucho más allá de la chocha satisfacción de abuelo. Hace unos años en esta columna aplaudí la iniciativa del escritor Rafael Lugo para transformar un estéril baldío en un parque de arupos. Lugo se ausentó del país hace ya algún tiempo, el terreno está abandonado y no parece que los árboles medren en el lugar. Recuerdo que la primera planta que floreció fue robada por un indigente y, supongo, el resto habrá corrido similar suerte.

Fideo

Vivir en un país en el que decenas de especies de árboles nativos o introducidos crecen generosamente y se llenan cada cierto tiempo de abundantes flores, sin necesidad de cuidados especiales, no nos ha hecho a los ecuatorianos más amantes de estos tesoros vegetales. Padecemos de una feroz dendrofobia, odio al árbol. Más bien, parece que nos esforzáramos por convertir a nuestras ciudades en espacios grises de cemento y asfalto. En todas las urbes se echan de menos los árboles, elementos que no necesitan de nada más para hacer que un espacio parezca vivible y vivo. Está probado que los lugares amigables y dignos favorecen la seguridad, pues el sentirse a gusto con el sitio en que se habita estimula la autoestima de la gente y con ella un sentimiento generalizado de pertenencia y cuidado.

El régimen del humo

Pero alguna esperanza hay. Las localidades en las que los deslumbrantes guayacanes despliegan su dorada ofrenda a la vida ya intentan aprovechar de este recurso, porque lo es. Muchas ciudades y países del mundo lo hacen, pensemos no más en Japón y sus cerezos, que son un símbolo de esa nación. En cada región y zona del Ecuador, por fortuna, se pueden hacer similares emprendimientos, en todas ellas prosperan una o varias especies de árboles florales, que pueden ser utilizadas para llenar de alegría sus parajes. El árbol símbolo de cada localidad no es solo para que aparezca en el escudo, debe estar en todas las vías y parques. Las ciudades de la Sierra ganarían mucho con esta práctica, pero las de la Costa y la Amazonía, privilegiadas por el clima, pueden convertirse en verdaderos paraísos. A más de las plantas usuales y ya domesticadas, las universidades y organizaciones de protección de la naturaleza pueden ayudar adaptando numerosas especies que crecen en las selvas y montes ecuatorianos. Recuerdo un árbol visto en la provincia del Napo hace cuarenta años, su floración recordaba a una buganvilla rosado pálido, pero medía unos 30 metros de altura. Algún día encontraré la diapositiva en la que retrate esa maravilla, pero he olvidado su nombre, ...si algún día lo supe. Pero sí he recordado estos versos del poeta portugués Fernando Pessoa: “... si Dios es las flores y los árboles /y los montes y sol y la luz de luna, / entonces creo en Él”. (O)