Muchos sabemos que lo que late en el corazón de una obra de arte son las historias. Una pintura, una escultura pueden sugerirla desde la actitud fija que muestran al consumo de los ojos; otras artes que se expanden en un periodo de tiempo las cuentan a plenitud o, al menos, con sugerencias más abundantes. En materia de narrativa hablamos de novelas, cuentos y nouvelles o novelas cortas.

Cuando una historia poderosa se transforma en otra clase de lenguaje, una segunda mente creadora ingresa al espacio de la representación para darnos un producto transformado, el receptor tiene que dejarse llevar a esa nueva instancia de ficción que opera con herramientas diferentes. Ya no es solo un buen relato que con las palabras llenó nuestra imaginación de posibilidades vivenciales, sino un encadenamiento de escenas donde hay cuerpos que se mueven, rostros y manos que gesticulan, bocas que hablan en aras de captar un trozo de vida significativa.

Abrazar en tiempos de emergencia

Se trata de Aura, la novela corta de Carlos Fuentes, que el autor mexicano convirtiera en una invitación para transitar en diferentes tiempos y espacios en 1962, cuando ya había conseguido un impacto internacional con novelas como La región más transparente (1958) y La muerte de Artemio Cruz (1960) de viva raigambre mexicana y tan novedosamente narradas, que se las identificó como exponentes del ya para entonces muy mentado boom latinoamericano. Lo que acabamos de ver en Guayaquil es la adaptación al teatro hecha y dirigida por Eduardo Muñoa, el profesor cubano que discreta, pero constantemente ha realizado un trabajo teatral de envergadura, ya sea con piezas de su creación o textos manipulados para que sean obra propia. La docencia universitaria no debería ser un campo dominante de su trabajo, porque el teatro es lo suyo.

Con un escenario dividido en dos –que tienen que sugerir las estancias enrarecidas de una doble y única mujer (como diría nuestro Pablo Palacio) y un joven traductor que es contratado para poner al día los escritos de un desaparecido general de la revolución– la pieza de una hora de duración es suficiente para atraer al invitado a un juego malévolo de amor y muerte, mientras él se enamora de la joven y está bajo las órdenes de la vieja. Varios sentidos se desprenden de los movimientos de los tres personajes: reviven una leyenda, encarnan fuerzas sobrehumanas para las cuales tener cerca el vigor masculino es indispensable, el pasado se da maña para no desaparecer e instalarse como tiempo congelado en el presente.

Gasto público vs. necesidades

Marina Salvarezza una vez más demuestra que lo puede hacer todo en la escena, con su versión de la vieja Consuelo que tiene un oscuro poder en su voz y hace que otra mujer sea su réplica rejuvenecida. Gisella Meza y Juan José Jaramillo cumplen a cabalidad con el encargo de representar los ángulos de tensión amorosa con que alimentan la avidez de ser, y de ser para siempre, de la anciana dominadora.

Le confesé con vergüenza a Jorge Parra que era la primera vez que asistía a un acto en Zona Escena, cuya sala cómoda y bien acondicionada para un público limitado, pero exigente, es ideal. La obra debería cumplir varias temporadas porque el gozo de espectar buen teatro es único y no puede intercambiarse por otros. Se necesita más público. (O)