Con la lectura pasa lo que debe de ocurrir con las drogas: que una no quiere consumirlas sola. La realidad es contradictoria porque el hecho en sí es solitario por naturaleza, excepto en la primera edad cuando un padre o pariente lee a un niño que todavía no maneja los signos escritos, con ese oyente prendado de la palabra que, si es hábil, cambia voces y tonos para encantar a la criatura. O en estos tiempos de audiolibros, cuando mis propias amistades me cuentan que escuchan esas grabaciones mientras conducen un auto o hacen las tareas del hogar.

Yo les digo a quienes han hecho del libro un compañero indispensable, que tenemos que multiplicarnos en la acción de incitación a la lectura. Salirle al paso a la dependencia de los celulares que veo crecer entre niños muy tiernos. Los padres se quitan de encima la natural inquietud de los primeros años, poniendo en manos endebles las pantallitas deslumbradoras. Escuché a una maestra parvularia sostener que nunca como ahora los pequeños muestran problemas de visión y usan anteojos. ¿Será consecuencia del concentrado mirar durante tantas horas?

Amigos lectores, hagamos legión. Fui feliz al mero llamado a escuchar al escritor español Sergio del Molino, con quien dialogué hace quince días, porque reinaba en la sala llena ese ambiente de confraternos de quienes hablamos el mismo idioma. El autor enganchaba sus referencias con las mías, el público hacía preguntas para apuntalar más las curiosidades que los llevaría a la novela. Lo soy cada semana, cuando en horas que ya no pueden llamarse clases sino cita de intercambios “explico” una pieza con solamente la ventaja de mi gran experiencia.

Guayaquil y otras ciudades del país hacen notables esfuerzos por visibilizar a quienes se dedican a escribir y publicar libros. Pero parecería que no ampliamos el círculo, que en la mayoría de esas reuniones –presentaciones, encuentros, congresos– siempre somos los mismos. ¿Por qué los clubes de lectura son de integración exclusivamente femenina? O ¿qué pasa con la fijación en el pasado de parte de personas cultas y frecuentadoras de la lectura, que no se interesan por escritores ecuatorianos más allá de la Generación del 30? No quiero ser dura con los maestros porque sé que la sociedad sigue sin darles los reconocimientos económicos y culturales que se merecen, pero tampoco dejo de advertir que no leen, que no llevan al aula la novedad del libro reciente. A los adolescentes hay que llevarlos de la mano sobre las maravillosas líneas de una manera de decir-escribir, hasta de un insulto acertado.

Tengo un familiar que se burla un poco del afán de escribir libros de parte de gente que conoce. Se tomaron muy en serio aquello de “tener un hijo, plantar un árbol y escribir un libro”. Es verdad que perdemos árboles en la indiscriminada publicación de títulos intrascendentes, que no fueron escritos con “palabras que emergieron para quedarse”, como son las que se convierten en literatura universal. La autocrítica parece ausente de los entusiastas y para identificarlos se los llama escribidores. Pero repito: siempre será mejor leer que no leer –hoy hasta para retardar el alzhéimer–, asomarse el mundo diverso y complejo en esas páginas que exigen algo más que ojos para convertirlas en carne del pensamiento. (O)