El contralor general del Estado está prófugo en Miami. Como se recordará, él fue reelegido por el Consejo de Participación, pues obtuvo la brillante calificación de 100/100 en el respectivo concurso. En su momento este personaje se jactó de que las coimas las cobraba al contado y no como otros miembros del gobierno de Correa, a través de compañías en Panamá. Quien venía actuando en su reemplazo está detenido por una investigación criminal iniciada en los Estados Unidos por lavado de activos, y las oficinas de quien lo sustituía a él fueron allanadas. Pero eso no es todo. El defensor del pueblo está detenido por un presunto delito sexual y despacha desde la cárcel, y a un miembro del Consejo de la Judicatura lo destituyeron gracias a una resolución administrativa del ministro del Trabajo del gobierno saliente, y a pesar de que el nuevo ministro revocó dicha resolución, el consejero sigue fuera de su función. Además, el Consejo de Participación en violación de la alternancia de género designó como su presidente a una mujer. Lo único que falta es que el Consejo de Participación nombre, sin llamar a un concurso público, a un par de ‘recomendados’ (quién sabe de quién…) para que actúen como contralor interino y como defensor del pueblo, con lo cual ambos incurrirían en arrogación de funciones. ¿Cómo es posible que tres órganos de rango constitucional estén prácticamente dirigidos al margen de la legalidad y la ética? ¿Cómo es posible que algunos de sus titulares estén prófugos o detenidos o destituidos por un ministro del Trabajo? A eso se suma que el alcalde de la capital ha sido removido de su cargo por corrupción y la prefecta de Pichincha va a su oficina portando un grillete.

Todo este cuadro de descomposición es el escenario perfecto para que las mafias políticas vengan en picada como gallinazos y comiencen a engullirse las estructuras del Estado. No debemos perder de vista que, por encima de todo, esta gente tiene en la mira tres cosas: apoderarse de la Contraloría General, remover a la Dra. Diana Salazar de su cargo de ministra fiscal y anular la sentencia que condenó al dictador innombrable por corrupción. En algunos objetivos actuarán en conjunto y en otros, separadamente. Pero el resultado es el mismo. Acorralar al gobierno y lavar de impunidad al antro de corrupción que nos gobernó por catorce años. Pero buena parte de este conflicto no es nuevo. Lo ha vivido el país desde el retorno a la democracia en 1979 –un año ya olvidado–. Sus raíces son de variada naturaleza. Parte radica en el modelo constitucional que existe en el Ecuador y que facilita –es más, promueve– estos conflictos. Solo para poner un ejemplo, los presidentes llegan al poder con más del 50 % del voto popular, pero carecen de una holgada mayoría, pues la legislatura ya está elegida antes que ellos. Por muy populares que sean los mandatarios, pronto quedan atrapados por los caciques y los caudillos de turno, mientras que los electores quedan marginados. Y parte también se debe a la calidad de muchos de nuestros políticos llenos de vanidad, corrupción y mediocridad. Y encima con una constitución rígida, diseñada como un plan de gobierno de un movimiento específico y no como un instrumento que respete la alternancia de las preferencias ciudadanas democráticamente expresadas. (O)