El diagnóstico médico fue inequívoco: “Resfriado común”. Tras días de mocos, toses, dolores de cabeza, fiebres y más mocos, nos costaba creer que este bicho con que nos contagiamos tuviera nada de común. Pero no era corona ni influenza ni “gripe suiza”, como bautizamos a esta enfermedad por el país donde la pescamos. Conocemos, incluso, la situación en que la contrajimos, y es mayor la frustración, pues el mínimo sentido común hubiera bastado para salvarnos.

Regresábamos de unas vacaciones semiidílicas en Suiza (quesos y paisajes sublimes, precios escalofriantes), y en el tren que hacía el trayecto de Ginebra a Zúrich descubrimos un vagón dedicado a los niños. Los trenes alemanes los tienen también, pero este era otro nivel de amor a la infancia: un castillo con puentes, resbaladera y pasadizos secretos... princesa, dragón y un barquito de madera para jugar a los piratas. Mi hija menor supo enseguida que había llegado al Paraíso. Y nosotros también, pues milagrosamente éramos los únicos ocupantes del vagón. Paraíso perdido cuando el tren paró en una estación donde abordaron centenares de pasajeros. Y solo cuando decenas de niños y progenitores invadieron “nuestro” castillo, nos dimos cuenta de que el techo era muy bajo y las ventanas no se abrían. Los adultos llevábamos mascarillas, pero no los niños. Bastó un segundo para que uno de esos niños de pelo rubio-blanco se instalara junto a mi hija. Apapuchados navegaban el barquito por un río imaginario: un río de gérmenes, como ya se verá. Una hora aguantamos el suplicio de verla correr de un juego a otro por ese vagón atestado y bullicioso, hasta que notamos la presencia de una niña que tosiendo y moqueando iba y venía del regazo de su madre (quien le limpiaba los mocos y la mandaba de vuelta a jugar) a la resbaladera, donde se despatarraba y se dedicaba a lamer los pasamanos… Salimos corriendo de allí. Demasiado tarde, como se comprobó tres días después, cuando mi niña cayó con una fiebre de 39° que le duró seis días. Poco a poco, la tos y los mocos le fueron robando el show a la fiebre. Ni bien empezó a curarse mi hija, caí yo: poca fiebre y muchos mocos, la nariz tan constipada que oler, saborear o respirar solo resultaban posibles durante pocos segundos, y eso tras atormentar a mi familia con el ruido horrendo de quien se suena la nariz con todas sus fuerzas. Llevo días viviendo (si a esto se llama vivir) y escribiendo (si a esto se llama escribir) entre montañas de clínex usados.

¿Es que ni una pandemia nos ha enseñado a ser más cautos y considerados para evitar contagiar a otros con nuestros bichos? Las omnipresentes campañas sobre no exponer a otros a nuestras secreciones infecciosas le han entrado a algunos por una oreja solo para salirles por la otra. Evitar contagios es tarea común: protegerse uno mismo y proteger a los otros. Así que mientras haya gente egoísta o despistada, ¿quién podrá ayudarnos? Ojalá llegue a ver el día feliz en que se desarrollen vacunas contra el resfriado común, o al menos en que la gente, voluntariamente, tome precauciones para evitar propagar sus enfermedades y las de sus hijos. Amor al prójimo creo que se llama. (O)