No sé cuándo se desconfiguró el calendario de feriados. En mi adolescencia (hace fuuu…) los días de carnaval coincidían con el 14 de febrero, día de los enamorados, así que nuestro comportamiento era un poco “disperso de razón”, como diría A. Venturini. El día después, con la frente marcada de ceniza, asegurábamos el perdón divino de algún pecadillo.

En todo el país, el carnaval se iniciaba con el desfile de reinas en carros alegóricos, escoltadas por bomberos, políticos y hasta payasos (los verídicos). El ambiente era festivo y eran comunes las actividades culturales, corridas de toros, campeonatos deportivos y bailes de disfraces.

En la tradición guayaca, la movida empezaba en la 9 de Octubre y se extendía hasta el amanecer en animadas farras barriales. Mis hermanas y yo festejábamos en Salinas, dispuestas a armar la guerra carnavalera al portador; o sea, contra cualquier gil. Todas esas tardes nos atrincherábamos en el balcón de un cuarto piso, donde reptábamos cual comandos, bien tapiñadas, frente a quienes buscaban desquitarse y sacarnos la batimadre.

Debe ser de esa época la expresión guayaca ¿cómo te quedó el ojo? porque de haber ojos amoratados, doy fe que los hubo. Tinajas repletas de globos inflados con agua; baldes con harina, talco, huevos, papel picado, líquidos diversos; todo servía para la acometida. Luego reíamos sin pizca de remordimiento, incluida mi conservadora madre, quien acolitaba nuestros arrebatos solo en esas fiestas.

En las mañanas nos dábamos cuchis en el mar con la gallada. Ya con sed, esperábamos al señor de los raspados (tamarindo, fresa, menta), quien los coronaba con un chorrito de leche condensada. Y apenas escuchábamos la campanita de los helados Ideal, corríamos a servirnos porciones de naranjilla y coco, en unos barquillos chiquitos y sabrosos. Eran tiempos en que no se llevaba sucres a la playa, así que esta buena gente apuntaba nuestros nombres, apodos y lugares donde vivíamos, y luego aparecía en la dirección anotada para cobrar el consumo, sin facturas ni desconfianza. Nadie se hacía el loco.

En las noches se armaba la gozadera en todo lugar. En el hotel Humboldt de Playas o el de Punta Carnero, en el Miramar de Salinas o en el Yacht Club, en el night club de Muey o en la mismísima playa; la pachanga se prendía con las orquestas de Blacio Jr. y J. Cavero. También bailábamos al compás de las notas de Nelo Ottati y de Los Corvets. ¿Qué guayaco podría olvidar a los hermanos Vallarino, M. Molina y R. Viera, interpretando Tiritando, El extraño del pelo largo, Bajo la rambla, Voy a pintar o Puerto Montt? ¿Quién no cantó “estoy muy solo y triste acá en este mundo abandonado/ tengo una idea, es la de irme al lugar que yo más quiera/ me falta algo para irme, pues caminando yo no puedo/ construiré una balsa y me iré a naufragar/ con mi balsa yo me iré a naufragar/ u-u-u-u-u-u/a naufragar”.

Que la vida es un carnaval, cantaba Celia, que las penas se van cantando. Y aunque ya no se juega con globos o harina (ahora se perrea en el techo del carro o se montan circos políticos ambulantes), el desenfreno sigue siendo consustancial a lo humano. Demasiado humano. (O)