El prestigio artístico de una obra da luz a un autor, pero echa sombra al resto de sus creaciones. Una sombra de interpretación, quiero decir. Siempre se espera la continuación o profundización de la obra emblemática. Y a veces no se llega nunca a las llamadas obras menores o secundarias. Estuvo a punto de ocurrirme con Lawrence Durrell, autor de El cuarteto de Alejandría. Se trata de cuatro novelas publicadas entre 1957 y 1960, cada una de ellas lleva por título un nombre: Justine, Balthazar, Mountolive y Clea. Siempre están disponibles incluso en ediciones de bolsillo. Sus lectores abundan, cofradía en la que esta obra suele ser parte de su educación sentimental, caleidoscopio sobre el amor y el sexo. En cambio, de El quinteto de Aviñón, publicada casi veinte años después, entre 1974 y 1985, y también titulada con nombres –Monsieur, Livia, Constance, Sebastian y Quinx– resulta más complicada dar con ella. Yo había intentado leer mucho tiempo atrás el primer tomo del Quinteto –que además del nombre en cada uno de los cinco títulos vienen subtitulados- me refiero a Monsieur o el Príncipe de las tinieblas. No me atrapó en su momento y no seguí leyendo. Y aquí viene la razón: esperaba encontrar esa magia de El cuarteto de Alejandría, que había leído a los veinte años, y que releí dos veces. Mucho tiempo después acabo de entrar en el Quinteto por otras razones: comprender cómo opera la mente de un escritor con el paso del tiempo, de manera especial cuando en su trayectoria existe una obra mayor que lo marcó a él y a sus lectores. ¿Pesa ese prestigio? ¿Cómo se aparta un escritor de esa fama? ¿Va a la contra o lo profundiza? También me interesa entender la diferencia de recepción entre una obra y otra: ¿interfieren también el entorno en el que se publica? ¿Pueden los lectores superar la impronta? ¿Hay algún aspecto de la creación que se distancia de las expectativas y prejuicios de la época?

En exposición constante

Pude finalmente traspasar esa frontera de lo no leído como quien supera las propias carencias y va a la contra de las tendencias de moda. ¿Qué encuentro? Daré una respuesta provisional porque acabo de concluir el tercer tomo del Quinteto. Para empezar hay una complejidad mayor. Se abarcan muchos más años que en la tetralogía, y mucho más espacio. El título puede engañar: la historia no trascurre solo en esa antigua ciudad del sur de Francia, aunque sí es su núcleo de referencia. Las novelas del Quinteto viajan entre París, Ginebra, por supuesto Alejandría y El Cairo, pero también pasan por Alemania. Esta no correspondencia de una obra con un único tiempo y lugar envían una señal sobre la naturaleza del mismo autor. Uno de los problemas en el perfil de Lawrence Durrell radica en su multiplicidad de identidades: de padres británicos, nació en la India. Volvió a Inglaterra a los once años y a los veintitrés se volvió a marchar para vivir en Corfú, Creta, París, Alejandría, Chipre, residió incluso una temporada en Argentina y Belgrado, y luego se radicó en Francia, en un pequeño pueblo a una hora de Aviñón: Sommières. Como ocurre con otro escritor inglés, Malcolm Lowry, el autor de Bajo el volcán, sus obras no tienen una identificación estrecha con sus países de origen. Esto es un problema de recepción, un anacronismo heredado en la manera de leer, por la que el lector parece esperar la correspondencia estrecha o la unidad entre la nacionalidad del autor y la centralidad de un país como escenario. Parecería que no leemos obras sino países, herederos de una vieja escuela realista (de origen nacionalista fundacional) a la que la realidad migratoria global ha superado con creces, y por la que se empieza a difundir lo que antes pertenecía a la excepcionalidad de determinados escritores cosmopolitas. Durrell es uno de ellos. El Cuarteto se ubica en Alejandría, como el espacio propio de inmigrantes, sobre todo de origen británico, centrado en un único narrador (con la excepción del tercer tomo, Mountolive, narrado en tercera persona). No ocurre esto con el Quinteto: el flujo de escenarios y narradores es múltiple. Y el recurso a un único narrador en primera persona no tiene mayor protagonismo. También se pone en cuestionamiento la relación entre realidad y ficción.

Se lee como una novela

Monsieur o el príncipe de las tinieblas cuenta el retorno de un personaje, Bruce, a Aviñón por la muerte de su amigo Piers. En Aviñón también residen Sylvie, hermana de Piers y esposa de Bruce. Silvie tiene trastornos mentales y vive en una residencia psiquiátrica. En la novela se evoca un viaje de los tres protagonistas a las afueras de Alejandría para conocer, de la mano del egipcio Akkad, el enclave de una secta gnóstica. Poco después se descubre que lo leído es parte de la novela inconclusa de Rob Sutcliffe, quien a su vez es creación de otro novelista, Blanford. En Livia o enterrado en vida se superponen las vidas “reales” de Blanford, de las hermanas Livia y Constance con las vidas “ficticias” de otros personajes. En el tercer tomo, Constance, las aguas de aclaran (relativamente) y tenemos una novela un poco más diáfana. Ha estallado la segunda guerra mundial y los nazis invaden Francia. Los personajes “reales” se ven sometidos a las consecuencias globales del enfrentamiento. No podía haber sido mejor elegido el conflicto. El horror de la guerra pone bajo presión las relaciones y el sentido del amor, una de las grandes obsesiones de Durrell. ¿Lo que ocurre en una guerra es la realidad extrema o un paréntesis? ¿Paréntesis de qué? Roto lo cotidiano se rompen también las barreras entre ficción y realidad. La novela se vuelve porosa, los personajes saltan de un sitio a otro, se revelan los modelos: Sutcliffe, novelista creado, se encuentra con Blanford, su creador.

Hasta aquí tenemos una novela no naturalista, antimimética, global, posmoderna. Si me tienen paciencia, veremos qué nos deparan los dos últimos tomos en la próxima parada. (O)