Concluyo la lectura de los dos tomos finales del quinteto de novelas de Lawrence Durrell sobre Aviñón: Sebastián o el dominio de las pasiones, y Quinx o el relato del asesino. En resumen, un laberinto. No he salido todavía de él. No sé si sea posible salir y si el autor dejó las llaves dispuestas o las tiró por la ventana al terminar su obra. Como ocurre con Proust, hay que volver a leerlo: las intermitencias dejan vacíos que deben ser pulsados de nuevo con la propia historia del lector. Un hilo de trama serviría para sostener los trapos al aire de la mente de un novelista complejo y humorístico como Lawrence Durrell. Finalizada la guerra mundial en Constance, la protagonista homónima espera en Ginebra el regreso de Affad-Akkad, su amante egipcio. El juego de nombres traslapados es parte de esa frontera que Durrell rompe en su novela para cuestionarnos en dónde nos movemos. Affad-Akkad quería resolver en El Cairo su compromiso con una misteriosa secta gnóstica, pero resulta que cuando llega se ha activado un ritual previsto para el destino de sus miembros: envían una carta a Ginebra indicando que le espera su muerte. No hay explicaciones racionales en este juego sacrificial de la secta. Lo inesperado es que la carta se extravía en Ginebra y termina en las manos inapropiadas que desata una clásica intriga de novela que concluye en la muerte final, completamente imprevista de Affad. Concesiones de Durrell a la intriga de las novelas, el resultado es lo que importa: Constance perdió a su esposo Sam en la tercera novela, y en esta cuarta pierde a su amante egipcio. Aquí es donde se alza en su esplendor la madurez de la fascinante personalidad de Constance, verdadero eje del Quinteto de Aviñón en medio de una fiesta delirante de duplicaciones y triplicaciones de identidades.

De Alejandría a Aviñón, primera parada

Aludí a Proust sobre el manejo del tiempo y las intermitencias de una historia vasta, pero la clave es Shakespeare, entendido en el despliegue de una mente con cientos de personajes y un humor sesgado que lo atraviesa en la oscura ambigüedad de Falstaff, de los sonetos, de La tempestad. Durrell rechazaba a Inglaterra pero no a Shakespeare. Tiene claro sus referentes y hace lo que quiere, sobre todo exhibe el proceso en el que opera la mente de un novelista con hiperconciencia de las fronteras permeables. A su manera, con el reto evidenciado de ordenar los miles de motivos y situaciones y personas que podrían nutrir una ficción, sugiere que la mente del ser humano opera de manera idéntica con su propia vida. ¿Realmente son de una única identidad clara y definida quienes nos rodean? ¿No será que aplicamos un sesgo cognitivo y simplificamos, en la economía veloz y eficaz de la amígdala cerebral, destinada a resolver rápidamente las situaciones conflictivas, realidades que son mucho más complejas? Durrell parece indicarnos que lo que suponemos un atributo de la imaginación en las ficciones es un despliegue lo más certero posible en su confusión múltiple frente al relato limpio del realismo que mutila y reduce para tranquilizar.

La humanidad no puede soportar mucha realidad”, dice el verso tan citado de T. S. Eliot. He tenido que replantearme su sentido: no es la realidad en sí misma lo que no puede soportar la humanidad, sino todas las posibilidades de lo real que las ficciones exhiben de manera simultánea. En esto encuentro la diferencia esencial entre el Cuarteto de Alejandría y el Quinteto de Aviñón. Ambas obras maestras de Durrell despliegan la multiplicidad humana, pero hay una diferencia de forma decisiva. En el Cuarteto, la voz unitaria del narrador, Darley, en los tres tomos, y el narrador en el cuarto tomo, Mountolive, bastan y sobran para resistir la dispersión. El Cuarteto es bifocal: dos narradores, dos registros. El Quinteto es entrópico: estallan perspectivas y voces, hay múltiples narradores, a veces incluso narradores indeterminados, voces que se solapan, poemas y fragmentos que aparecen con o sin atribución, y el juego dialéctico entre el novelista Blanford y su creación, el novelista Sutcliffe, que gradualmente cobra un protagonismo esquizofrénico, tanto en la mente de su creador, como en la realidad que invade como un protagonista más. Talentoso para la diversidad de personajes, Durrell logra momentos magistrales con Smirgel, el doble espía alemán que revela la historia de la muerte de Livia y la causa de la pérdida de su ojo, para escándalo de Constance, y abre un camino de fin de fiesta para resolver el asunto pendiente del tesoro de los templarios que había arrastrado parte de la novela. Expuestas las cartas, la novela sigue en una disolución de ramales del delta: las aguas de confunden entre sí y el lector avanza porque resulte imposible dar marcha atrás. Cuando se abre el horizonte final, el lector se ha sumado a una excursión de los personajes hacia una cueva donde supuestamente está el tesoro aludido: van en procesión Lord Galen, el príncipe egipcio, Felix Chatto, Smirgel, Blanford y Constance. ¿Lo encontrarán? ¿O les espera la incertidumbre del sistema de bombas puesto por zapadores austríacos que renunciaron a colaborar con los nazis para destruir Aviñón en la retirada, por lo que terminaron fusilados? No lo sabemos. No quiero ni sospecharlo. La novela concluye con unas palabras que a Blanford le habrína gustado en el caso de escribir la escena: “La suprema realidad corrió en ayuda de la ficción y empezó a tener lugar lo totalmente imprevisible”.

La mente del escritor que fue Lawrence Durrell se desplazó a terrenos mucho más complejos después de su famoso Cuarteto. No lo superó en términos de fluidez y equilibro, agobiado sin duda por la presión del éxito. El Quinteto de Aviñón peca de transiciones demasiado rápidas, asimilaciones no decantadas de los conflictos, exceso de deux ex machina, un reguero de personajes caídos en la marcha, pero también la gozosa libertad de una trama multitudinaria y un humor endiablado que finalmente encontraron salida en los caminos despiadados de la imperfección. (O)