El Decreto 95 se refiere a la posibilidad de ejercer acciones de repetición contra los funcionarios públicos que, en vez de poner fin a pleitos con inversionistas a través de negociaciones, deciden promover litigios o arbitrajes en los que el Estado resulta condenado a pagar indemnizaciones.

La lógica es buena. En casos como el de Occidental, en el que era previsible que el Estado iba a ser condenado por violar los derechos de la inversionista, se le habría ahorrado un buen dinero al país si, en vez de seguir con el arbitraje, la disputa se hubiese resuelto a través de una negociación.

De hecho, en estos contextos, hay varias razones para preferir las negociaciones.

Primero, las negociaciones ahorran los costos de los procesos judiciales o arbitrales.

Segundo, una natural animadversión al riesgo hace que el demandante prefiera una cantidad de dinero menor, pero cierta, como producto de una negociación, a una cantidad de dinero mayor, pero eventual, en una sentencia o laudo.

Tercero, y más importante, las negociaciones mitigan esa fama de Estado hostil a las inversiones que el Ecuador se ha venido ganando en el contexto de la inversión internacional.

Pero el diablo está en los detalles. Una ley que condene a quien litiga puede incentivar acuerdos en malas condiciones o desincentivar la prosecución de litigios o arbitrajes en los que el Estado tiene buenas chances de ganar. Además, la directriz del Decreto 95 plantea la importante pregunta de quién y bajo qué estándares debe decidir si un caso debió o no ser litigado.

El derecho corporativo americano lidia con un problema similar. Si el administrador de una compañía viola sus deberes y ocasiona un perjuicio, los directores de la compañía deben decidir si inician o no un proceso judicial en su contra. Para resolver este problema, es frecuente que los directores nombren a un comité especial, llamado el Special Litigation Committe o SLC, al que se le encarga la tarea de investigar y decidir si la mejor opción para la compañía es la de litigar, transigir o simplemente la de no hacer nada. Si, después de que el Special Litigation Committe tomó su decisión, algún accionista quiere impugnar, la ley de la mayoría de los estados establece que, para ganar, el accionista tiene la carga de probar que el comité no era imparcial y que tomó su decisión de mala fe.

Tal vez podemos tomar prestada la idea para la regulación del Decreto 95. ¿Qué tal si, en las disputas entre el Estado y los inversionistas, la ley obliga al funcionario público a contratar a un estudio jurídico extranjero e imparcial, que sea especializado en arbitraje internacional, para que decida si el caso debe ser litigado o no?

¿Qué tal si se establece que quien impugne una decisión adoptada por ese tercero solo puede prevalecer si se demuestra que el tercero no era imparcial o que obró de mala fe?

Tal vez esto sirva para promover negociaciones cuando sean convenientes y asegurar que el funcionario que actúa de buena fe no vaya a ser hecho responsable si alguien, después, opina que debió haber obrado de modo distinto. (O)