El primer sorbo de café negro, amargo, caliente, sin azúcar, sin pan, sin nada, me llena de una alegría rara, de una juventud ajena, distante, imposible. El segundo sorbo ya no es igual; a ese lo interrumpen los pensamientos torvos, retorcidos y ya viejos de tanto masticarlos, de tanto invitarlos a dañarme el día.
Leo a Felipe Rodríguez Moreno, el abogado penalista, en su artículo “Adolescentes infractores en la mira”, da una clara explicación de cómo juzgar a los menores infractores, a los delincuentes chicos, a los sicarios niños. “(...) donde hay pobreza hay hambre. Donde hay hambre escasea la educación; donde hay pobreza, hambre y falta de educación hay miseria de manual; y, donde hay miseria de manual, existe caldo de cultivo ideal para la delincuencia”, dice Felipe.
En la Asamblea Nacional se tramita una ley para juzgarlos como adultos, para darles hasta treinta años de cárcel, para sumar y sumar penas hasta que salgan adultos y con una experiencia criminal innegable; o los maten antes en la cárcel.
Alrededor de 70 millones de dólares costará la nueva cárcel que se construye en la provincia de Santa Elena. Setenta millones que no se invertirán en salud o educación, sino que se gastarán en cemento y hierro y barrotes y candados y puertas y cerrojos y paredes que encierren, que oculten, que tapen el sol con un dedo.
Los políticos no ven, o no pueden ver desde su “Mundo Konitos”, que a los menores infractores, a los delincuentes chicos, a los sicarios niños, la sociedad les ha fallado. No se ocupó de ellos sino hasta que se convirtieron en preocupación nacional, hasta que tuvieron gente que sí se encargó de darles una pistola, de enseñarles a disparar, de asegurarles ropas y relojes y cadenas y zapatos que a mansalva se exhiben en los centros comerciales.
A esos lugares a los que antes iban solo a pasear, hoy pueden ir a comprar; en esos restaurantes en los que iban a mendigar, hoy pueden ir a comer; esos juguetes que nunca llegaron a tener, hoy ¡qué les puede importar!, si tienen el poder que debe dar tener en tus manos un arma y oler el miedo.
Entonces, en vista de que nunca tuvieron acceso a libros, a cines, a canchas deportivas, a bibliotecas, a viajes, ¡démosles una cárcel a todo dar! Una que equivaldrá exactamente a una universidad en donde aprenderán, harán amigos, se especializarán; y, si salen con vida, serán criminales Summa cum laude.
Eduardo Halfon, escritor guatemalteco, concluye así su texto Los desechables: “Un silencio desabrido después de tantas palabras, como si las palabras fuesen aire y el mundo, un globo flácido y desinflado. Y mientras yo intentaba sonreír en medio de ese silencio, bajo la lluvia, casi invisible, solo podía pensar que cada uno de ellos un día fue hijo o hija de alguien, que cada uno de ellos un día fue el bebé recién nacido de alguien, que cada uno de ellos un día fue arrullado por alguien con todo el amor de un padre o de una madre que sostiene en sus brazos una vida nueva, una vida llena de luz, una vida que apenas empieza”.
El sol se esconde debajo de mi caparazón calloso, duro, galápago. Ya ni el café puede con la desolación. (O)