En los primeros lugares de las expresiones del subdesarrollo mental está la realización de acciones que producen beneficios inmediatos, pero que inevitablemente tienen costos muy altos. Cuando parecía que la Asamblea había monopolizado este tipo de conductas, comprobamos que están ampliamente difundidas en nuestro medio. El caso más reciente lo hemos vivido en directo durante varios meses con el debate sobre la nacionalidad de un futbolista. Las autoridades deportivas, el periodismo y los fanáticos de ese juego cerraron filas en torno a la tesis de ecuatoriano por nacimiento, que aparentemente constaba en sus documentos de identidad. La FIFA, que no se distingue por su apego a la ética (y que cambió Qatar por los derechos humanos), dio por válidas las explicaciones y confirmó la clasificación de la selección ecuatoriana. Todos se felicitaron porque había llegado el final feliz.

Sí, era el final de los beneficios inmediatos, pero la cuenta de los costos altos comenzó a operar en ese mismo momento. Con la ratificación de la clasificación llegó el aviso de la sanción que recibirá la selección ecuatoriana para el siguiente Mundial. Comenzará la etapa de las eliminatorias con una penalización de tres puntos, es decir, con el equivalente de un partido perdido. No faltará quien diga que eso se puede superar con tesón y amor a la camiseta, porque ya se sabe que sí-se-puede. Además, ni siquiera se concretó el otro objetivo inmediato, que era la participación del jugador controvertido (que seguramente es víctima de manejos opacos). Su exclusión de último momento va a ser interpretada, sobre todo en el extranjero, como el reconocimiento de un manejo irregular.

Caso Byron Castillo: fútbol lleno de ‘travesuras’

El resultado final fue el deterioro de la imagen del país en ese campo deportivo. Se la sacrificó por lograr un triunfo inmediato basado en la defensa de una irregularidad que debió ser investigada desde el inicio. No se lo hizo porque, como sucede en todos los ámbitos, se antepuso la viveza criolla no solo a la ética, sino a los propios intereses. Esa viveza será el instrumento adecuado para que el agua se haga lodo y no se busque a los responsables. Estos pueden estar en instituciones públicas como el Registro Civil, en los clubes por los que pasó el futbolista, en las autoridades deportivas o, con mayor probabilidad, en todas ellas. Pero allí no se hallarán responsables, porque no habrá investigación y porque la cadena ya se rompió por el eslabón más débil.

Byron Castillo

Cómodamente tendemos a pensar que la corrupción y los manejos oscuros son patrimonio de los políticos. Es fácil hacerlo porque los vemos desde lejos. A pesar de que los elegimos no nos identificamos con ellos y jamás hacemos algo como ciudadanos para controlarlos. Al ponernos al margen nos sentimos con toda la autoridad para señalarlos con el dedo acusador. Pero cuando las cosas ocurren en un espacio cercano, compartido, visto como propio, rehuimos la responsabilidad. Nos gusta repetir esa muestra de precariedad que asegura que nuestra identidad está en la selección de fútbol, y fue esa flaqueza de referentes la que impulsó a la apropiación de Byron Castillo. Si se lo hizo con Julián Assange y con Nuestro juramento, la canción puertorriqueña que se convirtió en himno nacional de trasnochada, todo puede suceder. (O)