Una de las teorías sobre la ficción se deriva de la lógica modal de Kripke. Hay mundos posibles que no tienen una referencia en la realidad, y aún así tienen entidad propia. Quienes han escrito al respecto aplicándolo a la literatura han sido críticos como Umberto Eco, Thomas Pavel y sobre todo el checo Lubomir Dolezel en su libro de 1997, Heterocósmica: ficción y mundos posibles. Que haya personajes de ficción que no remiten a un modelo real pero que se comportan como si ellos fueran reales, a tal punto de que parecen tener vida propia, es lo que Dolezel dice respecto a Hamlet, aunque más manifiesto sería el caso de Don Quijote y Sancho Panza, los personajes de Cervantes, con tantos retratos y esculturas pero sin un modelo original.

Entre las reglas de los mundos ficcionales, una establece que si se abre un mundo de ficción, este puede volver a abrirse en cualquier momento. No significa que el protagonista no pueda morir. De hecho, la muerte de un personaje es un simulacro de final, porque la historia puede continuar por otros sitios y con otros personajes. Los detectives de novelas policiales pasan de una novela a otra resolviendo caso tras caso. Y lo que tenemos más cerca, casi como una épica de la apertura de mundos, es el trabajo serial de las películas de Marvel. A mí me gustaría hablar de lo que hicieron Onetti o Javier Marías en sus novelas, pero prefiero hablar de Marvel, y en concreto de la última película, Spiderman: camino a casa, dirigida por Jon Watts, porque extreman las fisuras de los mundos posibles vinculándose a otra ficción, la de los Vengadores, ese selecto grupo de superhéroes. Para resumir, llevamos prácticamente unos diez años (otros dirán que desde la década del sesenta del siglo pasado) con una especie de telenovela ramificada donde se han cruzado varios superhéroes de ficción: de Superman a Batman, de Hulk a Thor, de la Mujer Maravilla a la Viuda Negra. Se trata de una saga cósmica en la que es posible perderse con facilidad si no se manejan los referentes cada vez más abiertos y sobrepoblados. Por si esto fuera poco, en la última película de Spiderman a la que aludo, el universo paralelo se abre, autorreferencialmente, a otros Spiderman que saltan por una puerta dimensional al mundo del más reciente, el del actor Tom Holland, que se encuentra rodeado por el Spiderman de 2002 (Tobey Maguire) y el de 2012 (Andrew Garfield). Pasada la primera perplejidad y las sonrisas, los Spiderman comentan sus particularidades como adolescentes con juguete nuevo. Juntos, no solo que vencen a los enemigos, sino que los redimen y los devuelven curados a sus respectivos universos. Por supuesto, se cumple la regla de apertura perpetua del mundo de ficción (no se sorprendan si vuelven más adelante). La pregunta consiste en saber si las puertas se abrieron porque no hay ventanas para que pase un poco de aire fresco. Lo que podría llevar a una subregla: el vaciamiento individual del personaje no puede reemplazarse por un llenado paralelo.

Otra escuela de los mundos ficcionales es Matrix. La última entrega, Matrix 4, subtitulada Resurrecciones, lo revela todo en su subtítulo: hay que resucitar al muerto a cómo dé lugar. Era un hermoso muerto lo que quedó de la impecable película original The Matrix de 1999 –justamente dos años después de la publicación del libro de Dolezel– que difundió mucho mejor la teoría de los mundos ficcionales que se horadan y trasponen. No quiero resumir la trama de esta última entrega, y menos aún revestirla de una metafísica de la hiperreelaboración de mundos cruzados. Como en el caso de Spiderman, utilizar lo visto anteriormente no es garantía de nada. Retomar los motivos expuestos, explicitar el barniz del paso del tiempo, e incluso sostener la alusión evidente de mercadeo como el aspecto barbado de un Keanu Reeves que remite a esa otra saga que ha protagonizado los últimos años, la de John Wick, le hace poco favor a la autonomía de Matrix. A esto se podrían añadir los segundos finales del vuelo de Trinity y Neo, guiño paródico de lo políticamente correcto que ella resuelve empoderada y él, como es de suponerse, no.

Aunque funcione en teoría, y los mundos ficcionales siempre puedan volver a abrirse, lo cierto es que el exceso de autorreferencia no enriquece sino que deprecia. Quizá haya que dejar que las ficciones se mantengan circunscritas a su propia irradiación fugaz, a su paralela vida mortal. Ocasionalmente pueden dar un salto como un guiño divertido o perplejo, una especie de cameo intertextual, y no consumir lo que podría denominarse su aura metafísica (ya que no hablamos de realidad sino de ficción) que también tiene una vida y una intensidad para un tiempo y un lugar. De lo contrario entramos en una estética zombi, donde los muertos valen no porque resucitan sino porque vuelven por cientos o miles, inagotables en su caminar entontecido, sin lenguaje, sin historia, incluso sin propósito mayor que el de comerse los cerebros de los vivos, y lo que hace avanzar la historia es acabar con todos estos zombis de cualquier manera, verdaderas masacres sangrientas de una épica empobrecida con cadáveres caminantes.

Esta proliferación multiplicada habitúa al espectador al juego de los mundos ficcionales. Es probable que precisamente por esto empiecen a entender que, como en la vida misma, la ficción también tiene su momento único e irrepetible, y que todo lo que se repite sin término es una comedia que distrae, que vende, que sostiene ese enorme teatro en el que, si alcanzamos a observar en los rincones, a veces acogen obras maestras que solo cuentan una vida pero lo hacen de una vez y para siempre. Más que repetir la historia y ramificarla, lo que conviene que se repita es la lectura de lo que sigue siendo enigmático e inagotable. Lo demás es ruido. (O)

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