Esopo, célebre fabulista de la Antigua Grecia, es conocido por sus relatos breves que encierran verdades atemporales sobre la condición humana. Entre ellos se encuentra la fábula del burro y la imagen sagrada, cuya moraleja puede relacionarse con lo que sucede en la política a nivel mundial.
La fábula narra cómo un burro, que llevaba en su lomo una imagen sagrada, avanzaba hacia la entrada de un pueblo, guiado por su amo, mientras una multitud aclamaba su llegada. Embriagado por la adulación, el animal se detuvo y pavoneó, convencido de que merecía los honores. Su amo, sin embargo, le dio un golpe seco que le recordó que el respeto no era para él, sino para aquello que transportaba.
Este relato se puede aplicar a muchos mandatarios y líderes que, en lugar de ser instrumentos al servicio del pueblo, se transforman en el centro de una adoración personal. Una sociedad elige a sus gobernantes con la esperanza de ver representados sus intereses, que resuelvan sus problemas y que impulsen el desarrollo colectivo. Lamentablemente, unos confunden el respeto institucional con la admiración personal, atribuyéndose méritos propios en lugar de reconocer el esfuerzo colectivo.
Rodeados de aplausos, alimentan su ego con ceremonias y discursos grandilocuentes, olvidando el motivo de su elección. En lugar de avanzar con responsabilidad, se detienen a disfrutar de la ovación, descuidando tanto el camino como a los ciudadanos que depositaron en ellos su confianza. Así como el burro ignoraba que la reverencia era para la imagen sagrada, los mandatarios deben recordar que el poder es un préstamo del pueblo, no un privilegio personal.
Algunos de ellos, al convencerse de su indispensable condición, se rodean de aduladores que refuerzan su vanidad y dejan de lado a los asesores que les ayuden a tomar decisiones acertadas. La imagen personal se valora más que el beneficio colectivo y, en casos extremos, esta actitud desemboca en regímenes autoritarios. Cuando el mandato se transforma en un fin, el líder se convence de que la nación se desmoronará sin su presencia, buscando perpetuarse en el poder a costa del servicio.
Un buen líder sabe que su función no es recibir honores, sino asumir las responsabilidades inherentes al cargo y trabajar incansablemente por el bienestar común. La humildad es esencial en quienes ejercen el poder, pues permite reconocer que el progreso de una sociedad depende del esfuerzo colectivo y no del ego individual. Así, el mandato debería asemejarse al viaje del burro: avanzar con determinación, sin distraerse con la gloria, consciente de que su función es servir y no ser servido.
La lección de Esopo es clara: el poder no es un pedestal, sino una carga que debe llevarse con responsabilidad. Los líderes que comprenden esta verdad tienen la capacidad de transformar sociedades y dejar un legado positivo. Por el contrario, aquellos que se detienen a disfrutar de la adulación corren el riesgo de quedar atrapados en la vanidad, olvidando el verdadero propósito de su cargo: ser un medio para el bienestar del pueblo y no el destinatario de los honores. (O)