Su edad se delata a través del teléfono. Quiero escribir mi historia, venga, dice. Voy. Me recibe en su departamento en el norte de la ciudad, nos sentamos y me hace caer en cuenta de que una de las cortinas de la ventana que da al Pichincha se ha caído. Un riesgo, pienso al ver que únicamente la cortina sostiene a la montaña para que no entre hasta la sala. Desde su anciana e ilusionada voz me explica lo que quiere. Ser escritor fantasma es una de mis fantasías en las noches de insomnio. Quedo en revisar lo que ha escrito y salgo. Un hombre en moto roja, con casaca roja y casco rojo me mira feo. No sé cómo es mirar bonito. Me intimida.

Prendo el auto ajeno y avanzo hasta el final de la calle que no tiene salida, para girar. Desde el fondo veo que me ve, que no deja de verme. Apago el carro y espero a que se vaya, pero no se va. El hombre en moto roja, con casaca roja y casco rojo me sigue mirando feo. Yo sigo sin saber cómo se mira bonito.

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Arranco y él también, subo la cuesta y él también. Me sigue, pienso con el corazón a mil. Me sigue. En la siguiente cuadra giro a la derecha y él a la izquierda. Se va, el que se queda es el miedo, el temor/certeza de que todos son ladrones mientras no se pruebe lo contrario.

Ahí estaba colgado del pecado. Ahí estaba agazapado detrás de ese postre que mamá había dicho “no te comerás”, ahí estaba. Ahí estaba colgado de la sábana, de la almohada, de la comodidad excelsa de mi cama de donde no quería salir para ir a misa de siete. Ahí estaba en cada perro callejero feo furioso. Feo, sarnoso, piojoso. Nos tentaba a cada paso, nos atemorizaba cada día y nos llenaba de culpa y de miedo. Crecí y viví con el diablo aunque nunca lo vi de cerca. La vida pasó y lo olvidé. El trabajo, las hijas, los libros y el miedo a otras cosas lo reemplazaron. Y ahora ha vuelto, o tal vez nunca se fue. Tal vez solo estuvo escondido esperando su oportunidad, y se la dimos, en bandeja se la dimos.

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El diablo del miedo, del terror, de la angustia, volvió a visitarnos y claro, el egoísmo extremo. Lo invito a pasar, a sentarse a la cabecera de la mesa, ¿a ser el anfitrión?, ¿a ser el dueño de todo? La ceguera de la ambición, el ansia de querer tener cada día más poder y más dinero sin reparar en la pobreza circundante, nos ha llevado, de la mano de múltiples gobernantes ególatras, corruptos e incapaces, al infierno. No hemos sido capaces de ver que el diablo come de la pobreza y se la hemos convidado. Y ahora que se pasea entre nosotros, se regodea con los ricos y aniquila cada día más a los pobres, nos quejamos: ¡Cuánta inseguridad!, gritamos, pero silenciamos la voz de quien se atreve a contar que en Esmeraldas está uno de los tantos infiernos, que no hay colegios, ni canchas, ni bibliotecas, solo abandono. Tierra de nadie/tierra de bandas. Y, ¿cuántos infiernos más van a seguir ocultando?

Conduzco rebasando el límite de velocidad, lo sé y no me importa, el miedo me hace acelerar. Cerca de virar hacia mi casa, por el lado derecho pasa una moto roja, mi corazón da un brinco, el conductor lleva una casaca roja y un casco negro. Bombón asesino suena en la radio. (O)