La Navidad no es la mejor temporada para los marxistas hard core. Celebra el nacimiento del hijo de Dios y, para Marx, la religión es el opio del pueblo. Promueve el gasto superfluo en juguetes y objetos decorativos que duran o se usan poco, todos fabricados con plásticos producidos con combustibles fósiles, cuya extracción es contaminante y socialmente injusta, y esto le quita el sueño a cualquier marxista coherente.

Para los marxistas light, en cambio, no hay contradicción. Ayer combatieron el retiro de subsidio al combustible vehicular más contaminante del país; hoy dejan pasar sin chistar una ley que otrora los habría ofendido. Anuncian, eso sí, que desde el 1 de enero estarán en resistencia, como si se tratara de un sencillo musical que van a estrenar, para fingir que no hay acuerdo político o simple agotamiento.

El marxista light anuncia el fin del capitalismo en las reuniones sociales, pero defiende su derecho a la herencia sin impuestos y reclama los beneficios excluyentes de un sistema de seguridad que –asegura– le pertenece. El resto, el 60 % de la población, que no está asegurada, que se fastidie. Para despejar cualquier resquicio de culpa, hará un breve paréntesis en sus actividades proselitistas para buscar regalos para agradar a los demás. Si es hombre y está casado, esperará que su esposa –mediante su fuerza de trabajo no remunerada– haga esas compras por él. La lucha de clases no se pelea en casa, sino en las calles.

Pero el marxista navideño no puede salir a protestar estos días. No le pidan tanto, no es perfecto, ya lo da todo el resto del año. Para cubrirse las espaldas, afirmará que Jesucristo era en realidad comunista –mientras degusta galletas importadas de Dinamarca porque el Gobierno nos hambrea y no produce plazas de trabajo–. Si le alcanza el tiempo, reafirmará la lucha de clases llamando a alguna persona en el poder para pedirle un favor –poco importa si es un coideario o no–.

Falta en estas escenas –hay que ser justos– el defensor del libre mercado. ¿Continuará alineado a poderosos liberales que se contradicen a la hora de negociar leyes en la Asamblea Nacional o está dispuesto a sacrificar relaciones de conveniencia? No la tiene fácil y en eso, y la ilusión de sus convicciones, tiene más en común de lo que cree con cualquier marxista.

Como explica Yanis Varoufakis, no parece que el capitalismo sea todavía el modelo económico dominante y, por tanto, ni liberales ni marxistas se deberían preocupar los unos por los otros. La obscena concentración de capital por parte de las corporaciones implica no solo nuestra opresión y explotación, sino la pérdida de la libertad personal para emprender y el colapso del espacio privado ante el control de las plataformas tecnológicas. Es decir, tienen un enemigo en común al que prestarle atención.

Tal vez el marxista navideño tiene algo de razón; no toda resistencia se defiende en las calles. Pero tampoco solo mediante la colusión política y económica de los tomadores de decisión y sus influencers. A ver si elevamos la conversación hacia el 2022; alguna lección nos habrá dejado la pandemia para dejar de pensar igual que antes. (O)