La comunicación política –la comunicación interesada en lograr efectos políticos– es un campo que se ha venido especializando y nutriendo con gran aceleración en los últimos años, especialmente con los avances tecnológicos de la revolución digital. Los llamados expertos en este tipo de comunicación publican libros, asesoran a los candidatos en épocas electorales y con frecuencia se convierten en opinadores sobre la acción de los gobiernos locales y nacionales. Pero tal vez haya una ecuación que sea bueno explorar: mientras mayor es el subdesarrollo cultural y social de una comunidad, mayor la necesidad de la comunicación política.

Los mensajes publicitarios, con sus códigos éticos establecidos, buscan lograr que el público se interese por consumir algo en un contexto más o menos informado. Por eso se sanciona la publicidad que miente. Pero, en la comunicación política, casi todo es publicidad engañosa. ¿Qué se puede esperar en el Ecuador de parte de un sector de políticos ‘profesionales’ que se dedican a luchar por llegar al poder local o nacional para actuar principalmente como administradores de prebendas y beneficios para sus partidos y grupos económicos de apoyo? Hace rato que los políticos ecuatorianos son también publicistas engañosos.

¿Cómo es que los ciudadanos no rechazamos la descarada estafa diaria que nos hacen los políticos?

Quien haga un viaje, digamos de Guayaquil a Quito, por nuestras carreteras también subdesarrolladas y peligrosas de dos carriles, podrá atestiguar cómo los políticos locales disfrazan la ineptitud de sus gestiones: “He cumplido –dice, en una colorida pared de casi cien metros, una autoridad que aspira a ser reelegida– con la entrega de aceras y bordillos”. Uno se pregunta: ¿asfaltar una vía o dotar de alcantarillado o colocar aceras y bordillos es una obra del siglo XXI? ¿No era esa una tarea republicana del siglo XX, a más tardar? ¿Cómo es que los ciudadanos no rechazamos la descarada estafa diaria que nos hacen los políticos?

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Debería existir una prohibición expresa para que los políticos no mientan institucionalmente, pues hacer obra pública con dinero público es una obligación de los alcaldes y prefectos. No es un regalo que les dan a sus mandantes; no es una dádiva generosa de quien está en una posición de poder. No es, ni siquiera, una tarea que el pueblo tiene que agradecer sumisamente. Las obras públicas deben realizarse según los planes y las necesidades de las mayorías como parte de una comprensión de que una escuela mejor, una agua mejor, un camino mejor, unos cables soterrados o un parque infantil mejor fortalecen nuestro futuro ciudadano.

El presidente Guillermo Lasso es duramente cuestionado precisamente, dicen, por carecer de una adecuada comunicación política. Puede ser, ya que comunicar los avances de un gobierno parece que es un mal necesario. Sin embargo, el presidente Lasso ha tenido el valor y el mérito de no contaminar visualmente el territorio con esos absurdos letreros con que los políticos populistas se atribuyen las obras como si fueran resultado de un desembolso personal. Ser prudente con la comunicación política es un buen paso para ir dejando el subdesarrollo mental en que nos quieren mantener los políticos profesionales. (O)