Estudié los cuatro niveles de educación formal sin elegir a mis profesores. Ellos venían con el “paquete” total que suponía decidirse por una institución (los dos primeros son decisión de los padres, los restantes, casi siempre, propia). Cuando echo la mirada hacia atrás, recreo rostros, nombres, pero fundamentalmente, estilos. ¿Cómo me enseñaron? ¿En qué momento sembraron convicciones, hábitos, creencias con sus correspondientes rebeldías? ¿Les bastaron “lengua, pizarrón y tiza”, apotegma educativo de mis tiempos?

Los profesores de la universidad siguieron hablando frente a un grupo, tal vez con un poco más de convencimiento, en un ejercicio más razonador y menos repetidor, ya con varios libros en las manos para apoyar con citas las teorías que se iban esgrimiendo. La única tecnología que se usó en mis clases fueron las diapositivas que se proyectaban sobre la pared en una materia que amé, Historia del Arte. ¡Qué fuerza la de las exposiciones que nos llevaba a ampliarlas con interminables horas en la biblioteca!

El cuarto nivel fue otra cosa. Lo seguí en mi madurez, cuando ya campeaban las computadores y sus usos, y ningún maestro se contentaba con hablar, cuando “el aprender haciendo” era un mandato pedagógico y los estudiantes (¿quién les habrá aplicado la palabra “maestrantes”, de venerable antigüedad?) creábamos dentro del aula o en diversos rincones de la universidad, un producto relativamente nuevo. Aprendí a manejar el Power Point para seguir órdenes académicas, sin caer en la trampa de que ponerse a leer la proyección era equivalente a posar los ojos sobre una ficha mnemotécnica.

El único verdadero maestro que puede resultar de una libérrima elección está al alcance en un libro.

Fue una gran experiencia, pero seguí sin elegir a mis maestros. He llegado a la conclusión de que hacerlo debe de ser un auténtico privilegio, luego de algún contacto o experiencia previa. A veces, basta una conferencia hasta una coincidencia social para interesarnos por la mente que se revela delante de nosotros. Debo agregar ahora, hasta unos textos en redes sociales permiten tomarle el pulso al fraseo y a las ideas de quien tiene algo que decirnos, de quien se potencia como un impulsador de pensamientos diferentes.

La auténtica avalancha de cursos virtuales, de talleres por Zoom, de ventanas distantes que se abren en nuestro escritorio nos hacen vislumbrar la posibilidad de una elección. Siempre pregunto; ¿hay una clase demostrativa, una charla de iniciación?, para evitar el riesgo de comprometer tiempo y dinero con clases que pueden resultar insatisfactorias. Sigo convencida de que el nombre famoso no convierte a los pensadores o escritores en maestros.

El único verdadero maestro que puede resultar de una libérrima elección está al alcance en un libro. Sus páginas tienen orden, escalonan las ideas, argumentan y contrargumentan, cuentan historias y nos prestan sus palabras para explicarnos lo que estaba oscuro. Aunque se lea solamente por placer, el acto educativo está implícito en la operación mental de desbrozar significados, para aceptarlos o replicarlos. A sor Juana Inés de la Cruz le hicieron falta los condiscípulos, como bien lo lamenta en su carta autobiográfica –ella, tan dialéctica–, mas no los maestros, porque tuvo a su alcance la mejor biblioteca del México del siglo XVII. La soledad puede tener muchas caras, mas no la de ausencia de maestros. (O)