“La mitad de nuestras equivocaciones nacen de que cuando debemos pensar, sentimos; y cuando debemos sentir, pensamos”. Proverbio británico.


Se siente bien saberse ganadores, estar del lado del equipo campeón –por eso, el fútbol es tan popular–, identificarse con el líder que se las ‘sabe todas’, que aparenta fortaleza aunque no precisamente juegue limpio.

Y no resulta fácil aceptar las derrotas o verlas como parte de las probabilidades. Entonces se suele denostar al adversario, señalar sus desaciertos, emitir verdades a medidas salpicadas de exageraciones o datos falsos para apocar su valía.

Afortunadamente, esa no es una práctica generalizada. Muchísimas personas van por la vida honrando las enseñanzas de sus mayores, concediendo a los demás el respeto que merecen cuando tienen mérito.

Esa sana actitud es fruto de la reflexión, de alcanzar la imparcialidad de juicio para establecer que, aunque humanamente nos equivocamos o nos dejamos llevar por momentos de euforia o enojo, una vez que retomamos la calma podemos encontrar las respuestas correctas para obrar bien, como nos inculcaron en casa o como actúan esas personas a las que tenemos por referentes.

Actuar en contrario es ceder a la locura –privación del juicio o del uso de la razón–, porque toda comunidad humana tiende siempre a conseguir algún bien en provecho del conjunto.

Si aplicamos lo dicho a nuestras preferencias políticas, deberíamos admitir en principio que no podemos esperar pureza absoluta en la actuación de los integrantes de partidos y movimientos que se juntan para defender posiciones en contraposición a otros segmentos de su misma sociedad.

Por lo tanto, también nuestra inclinación por una u otra tendencia política tiene una posición que defender, por eso habría que desconfiar de esos supuestos líderes cuyo personalismo anula la sana confluencia de pareceres diversos y de necesidades de los diferentes conglomerados sociales, pues mediante la política se intenta concretar acuerdos para alcanzar el orden social al que aspiramos como colectividad para desarrollarnos en relativa armonía sin que unos se sientan excluidos, derrotados o asfixiados por otros.

Una vez que aceptamos que no tratamos con políticos santos, lo razonable sería plantearse qué ventajas y desventajas representan, en conjunto para el total de la población y para su desarrollo en el corto y mediano plazo, las propuestas de los candidatos que aspiran a conducir los destinos del país.

Por eso, la elección de gobernantes no debe resolverse con base en el enojo acumulado por la tendencia que representa. Concebirlo así sería suponer que no son posibles los cambios, la evolución ni el desarrollo; y la historia está repleta de evidencias que apuntan en la otra dirección.

Por el bien común del país que estamos construyendo para nuestros hijos y nietos, necesitamos elegir basados en la razón, dejando de lado las emociones.

Si al país le va mal por elegir un liderazgo pernicioso, el coletazo lo sufriremos por igual los derrotados y los que nos creímos ganadores porque venció nuestro candidato. (O)