Varios elementos desenfocan cada vez que aparecen en escena los participantes de las mesas de diálogo que se realizan como resultado del chantaje con el que las organizaciones sociales, en junio pasado, sometieron violenta e ilegalmente al Gobierno y a la inmensa mayoría del país: para empezar, ¿no deberían algunos actores de esas reuniones –al menos Leonidas Iza, Eustaquio Tuala y Gary Espinoza– estar ya tras las rejas por haber promovido directa e indirectamente acciones fuera de la ley? ¿No dizque debe ser castigado apropiada y oportunamente quien quebranta la ley? ¿No funciona así nuestro orden jurídico?

¿No dizque debe ser castigado apropiada y oportunamente quien quebranta la ley? ¿No funciona así nuestro orden jurídico?

Otro elemento que chirría por todos lados son los diez puntos de las demandas. ¿No han señalado los analistas prudentes la paradoja de que el cumplimiento de unas impediría la realización de otras exigencias? Si hemos sobrevivido a una situación en que se ha destruido aún más la institucionalidad del país, ¿cómo se procede para llegar a arreglos ante pedidos irracionales y contradictorios? ¿Cómo se logra que el Estado invierta mucho más, pero recaude mucho menos? ¿No era la política el ámbito en el que la realidad debía imponerse? Parece que los políticos profesionales y sus utopías engañosas solo buscan caotizar la vida social.

Algo más: ¿es sensato –es realista, es viable, es factible– exigir al gobierno de Guillermo Lasso un programa que Salvador Allende hubiera concretado en la década de 1970 en Chile? ¿Tiene algún sentido forzar a que el Gobierno proceda como la izquierda insurreccional? ¿No hay sospechas de que no están en juego los diez puntos sino otros fines? Lasso está obligado a emprender acciones públicas que combatan la inequidad, la injusticia y la pobreza, pero otra cosa es agotarse en un supuesto coloquio que no podrá tener resultados efectivos en el corto plazo. ¿Por qué? Simplemente porque Lasso no es Allende (y tampoco tiene por qué serlo para consolidar la democracia).

El historiador Rafael Rojas ha señalado –en el libro El árbol de las revoluciones: el poder y las ideas en América Latina (Madrid: Turner, 2021)– que uno de los dilemas que Allende enfrentó en su momento fue el afirmarse como demócrata ante los anticomunistas y, a la vez, como revolucionario ante la izquierda insurreccional. Allende trató de defender por todos los medios la moderación y el respeto de las instituciones democráticas, rechazando la alternativa de la toma violenta del poder propugnada por el castrismo. El tiempo ha confirmado que los cambios que perduran se pueden hacer con formas democráticas.

De modo que este diálogo podría fracasar –y pasar a ser otra prueba de la farsa con que actúan los políticos profesionales– si es que las organizaciones sociales quieren que Lasso concrete la revolución comunista indoamericana en su acción de gobierno, pues no es realista pensar que él abolirá el capitalismo ni que eliminará a la burguesía ecuatoriana de la faz de la tierra, que es lo que Iza propugna abiertamente. Rojas advierte que las revoluciones violentas ya no son dables porque “La democracia, con todos sus límites y todas sus impugnaciones, establece cauces institucionales y legales para el cambio social”. (O)