Mientras escribo esta columna, aún veo los rostros de las personas emocionadas por lo que va logrando el equipo de Ecuador en el Mundial, y sí, aunque soy una de las personas que más en contra están del consumo de la televisión, planteo un ¿por qué no?, dentro de todo el dolor, de los miedos, de las circunstancias que como país se nos presenta como un monstruo aterrador, ¿por qué no?, aferrarnos al bálsamo de la fiesta del fútbol, y de la esperanza de tener una estrella dorada en la camiseta de fútbol del país.

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Una persona a la que admiro y considero mucho, de mi última columna me decía: “Me gusta también cuando le pones algo de esperanza”. Y fue ahí cuando entendí que si nos aferramos, aunque sea a la más pequeña posibilidad de un resultado favorable en este vaivén que es la vida, si no dejamos que la oscuridad inunde nuestra luz, e intentamos una y otra vez ser felices, mientras seamos unos locos soñadores que quieran enfrentarse al mundo que con sus contradicciones y aciertos es hermoso, mientras no dejemos que nuestras ganas de patear el tablero se conviertan en frustración constante, mientras no nos rindamos, mientras haya fe, mientras haya... esperanza, tendremos ganada la mitad de la batalla y podremos sonreír cada vez que salgamos de nuestra cama, e intentaremos una y otra, y otra, y otra vez desafiar lo establecido, y regresaremos a ver el camino que recorrimos, las batallas ganadas, las perdidas, los triunfos y las derrotas, las lágrimas y las sonrisas, y podremos decir viví bien.

... por más dura que sea la vida (...), por más que crea que es una causa perdida, solo prométase jamás perder la esperanza.

Los eruditos del lenguaje definen a la esperanza como un estado de ánimo que surge cuando se presenta alcanzable lo que se desea, y esta va ligada a la fe, una que debe ser férrea e inquebrantable, esa que coexiste con la esperanza, y que es el catalizador de lo que nos mueve a no romper ese compromiso con nosotros mismos de ser una mejor versión a diario, a no traicionarnos y autosabotearnos. Esa fe y esperanza de dejar una huella indeleble mientras queremos cambiar al mundo.

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Y la esperanza es tan grande que alcanza para compartirla, querido lector, como ahora yo en este intento desesperado de alegrarle este día que comienza, dándole la esperanza de que usted puede y debe tener fe de que un mundo mejor nace cada vez que usted le echa ganas y desafía al dolor y a las cosas que creemos que no podemos cambiar, sin importar que nos digan que estamos locos, porque el mundo de por sí ya está loco y necesitamos de locos buenos dispuestos a dejar un futuro mejor, no a nuestros hijos o nietos, dejar un mundo mejor para el futuro, un mundo distinto, uno bueno. Y ahora que seguramente le dura la sonrisa por el fútbol, salga y compártala con el mundo, cámbiele el día al desconocido, ofrézcale un pan al que lo miramos con desdén porque lo creemos vago y no entendemos que tiene una historia que ni usted ni nadie puede juzgar, salga y dele un buen abrazo mundialista al que pasa una pena, tenga la bondad de ser feliz, y sobre todo, querido amigo lector, por favor, por más dura que sea la vida, por más cuesta arriba y desafiante que se ponga, por más que crea que es una causa perdida, solo prométase jamás perder la esperanza. (O)