No hay soroche como el de Quito. Quizá porque no solo es la exposición pavorosa del cuerpo a la altura o la deficiencia del oxígeno en la sangre, sino una especie de ontología barroca, entre el delirio y el devenir curuchupa. Una suerte de lentitud que por instantes es lúcida y, con suerte, como dice un prófugo, frenética hedonista sexual. Una forma extraña de la contemplación. No somos estoicos, solo sufrimos de altura. No somos pacatos, somos quiteños. En cualquier caso, para alguien como yo, que con todas sus fuerzas ama y reniega de la ciudad de Quito, la película o comedia triste Gafas amarillas (2021), del director Iván Mora Manzano, y protagonizada por Paloma Pierini, ha sido una experiencia parecida a la gracia o la alegría.

El argumento es universal: el regreso de la hija pródiga. La vuelta a la comarca del origen. La protagonista vuelve, en la frontera de los treinta años, a la ciudad en donde empezó todo. Ya filóloga, ya rota el corazón. Pero todo ha cambiado, precisamente para que nada cambie. Y uno nunca vuelve a Quito igual. La lucha interior es extraña. Es como si la voz interna nos dijera todo el tiempo: “He vuelto, sí, luego de estar en el mundo, y no permitiré que Quito y su soroche me atrapen, nublen mi visión. Seré cosmopolita. Tendré la mente abierta. No volveré a caer en las garras de Quito, su clasismo, su machismo, su homofobia, su racismo, su curuchupismo”. Pero claro, llega el día en que nos enfrentamos al espejo y nos vemos rodeados por los Andes, ensorochados, quiteños, repletos de todo tipo de taras y prejuicios. Y sólo a partir de ese día, cuando vemos todo aquello de lo que renegamos muy adentro de nosotros, podemos empezar a dejarlo atrás. Y amar a Quito de una manera íntima, en esa dimensión del amor en el que decides aceptar al objeto amado en su realidad, pese a sus defectos y a su destino errático.

En eso he pensado al evocar Gafas amarillas. Una película lenta, tanto como pienso que los habitantes de la Costa del Pacífico creen que es el tiempo en las vidas de los que nacimos y vivimos sobre estos cerros. Quizá esto es así por la mirada sensible, inteligente y perspicaz de Iván Mora Manzano, el director, que por venir del puerto principal contó con la suficiente distancia para conocer a la capital ecuatoriana sin soroche. La ciudad que aparece en la película es cálida, casi entrevista bajo el filtro de esas gafas amarillas que nos acercan a un otoño ilusorio, imposible en la línea equinoccial. Es el Quito de la arquitectura eclesiástica, de las huecas, de los pasillos, de los parques, del olor al pan caliente en las tiendas de barrio con las primeras luces del día. El Quito melancólico y confuso en cuyas calles se rompieron en mil pedazos los amores de la juventud. El Quito subrepticio, latinoamericano, mórbido, luminosamente literario.

La actuación de Paloma Pierini es extraordinaria. La manzana nunca cae lejos del árbol. Su personaje encarna, a la perfección, ese tránsito extraño de la hija casi adulta que regresa a la casa de la infancia, con su crisis, su paciencia, y su distancia. Por eso este personaje, al igual que tantos soñadores delirantes de esta comarca, sueña con estudiar escritura creativa en alguna ciudad extranjera, con suerte en una universidad que se llame Federico García Lorca, porque si no, ¿para qué? Y escribir, mucho, desesperadamente, lejos de los talleres que alguna vez quisimos incendiar por anquilosados, pero que nos enseñaron tanto. Escribir lo más lejos que sea posible de Quito, para escribir sobre Quito con todo el cuerpo y el espíritu. Como siguiendo los pasos de las maestras, de la Clarice Lispector que alguna vez nos salvó la vida, justo cuando más lo necesitamos. Escribir sobre el soroche, ya sin soroche. Escribir que sin pensarlo o desearlo los días más felices de la juventud, casi sin ruido, se han quedado en estas calles y estas huecas. (O)