Así de transubstanciados están estos dos nombres, así de fundidos en la eternidad de la cultura, al punto de que se pronuncie uno y se piense en el otro. Desde 1915, cuando se publicó La metamorfosis, la breve novela donde se gestó el célebre personaje, consideramos a Franz Kafka un maestro de la literatura. Él, que dejó la orden, a su muerte, de destruir toda su obra, fue felizmente desobedecido porque las 600 páginas inéditas y 1.500 cartas son ahora materia de incontables publicaciones y estudios.

Indudablemente, fue un hombre peculiar. Actuó como tantos artistas, en función de antena receptiva porque sin el contexto del surrealismo, el freudismo y la I Guerra Mundial, no se podría comprender la vorágine imaginativa de donde sale su narrativa. En su bella Praga, donde nació en 1883, cultivó los ambientes bohemios y tuvo conflictivas relaciones con su familia y con las mujeres. Su padre medía el éxito por el dinero y quería que su primogénito sobresaliera en el Derecho, mientras Franz se encerraba temprano en su habitación para escribir todas las noches.

Se comprometió varias veces para casarse, pero siempre dudó de hacerlo, tanto que murió soltero, a los 41 años. Si se puede seguir toda la escritura de La metamorfosis es porque cuando terminaba la labor nocturna, le contaba a su novia Felice, por carta y minuciosamente, lo que había escrito. Recuerda en esto a Flaubert que hizo lo mismo durante la larga redacción de Madame Bovary, como si sus compañeras sentimentales fueran ojos forzados al testimonio creativo.

Kafka imaginó que un día cualquiera un modesto viajante de comerció amaneció convertido en un repulsivo insecto y pese a ello, pretende abordar su vida cotidiana; familia, jefes, huéspedes van descubriendo la transformación y lo someten a total aislamiento Y el lector ve cómo, quien había sido el puntal de unos padres pobres y una hermana con aspiraciones musicales, es encerrado en un cuarto que se lleva de polvo y de basura. Fue difícil la recepción de un relato de este cariz, que dejaba sin explicación un hecho extraño y seguía adelante acomodando el acaecer humano a ese foco de rareza. Con el tiempo, esa apertura de irrealidad dentro de un panorama real se ha llamado una “ruptura kafkiana”.

Las novelas que se publicaron después de su muerte –ocurrida en 1924 a causa de una tuberculosis– fueron El proceso, El castillo y América, en años sucesivos. La primera de estas también puede verse como un grito de alerta contra la burocracia judicial que enreda a un funcionario a quien enjuicia sin tener claro por qué. Sin conocer los Estados Unidos concibió las aventuras de un migrante en ese país, tema también de nuestros días. Por eso, tiendo a esperar mucho de las metáforas del lenguaje literario, esas que emergen de las historias inventadas, que son más libres para relatar la vida que los constreñidos testimonios de la exacta realidad.

El autoritario padre de Franz le hizo mucho daño, llegó a desbaratar uno de sus noviazgos y a decirle que si necesitaba una mujer él lo llevaba al burdel. Los sufrimientos del genio fueron a parar al insecto pisoteado por su familia. Y a las 80 páginas de Carta al padre, publicado mucho después de su muerte. Gracias, amigo Max Brod, que salvaguardaste tan formidable legado. (O)