Lamentablemente parecería que no es una simple casualidad que estas palabras rimen: guerra con tierra y humano con tirano. Y, mi querido lector, no quiero ni voy a hacer un análisis geopolítico ni de los impactos económicos ni de cifras ni de razones, porque nada, ninguno de estos temas puede ni debe anteponerse al bien más preciado, que es la vida humana, la de seres que, con su esfuerzo, con sus dolores y alegrías han logrado transitar por esta vida llenando sus bolsillos de pequeñas conquistas, en una guerra que es la única que debe importar, la guerra con nosotros mismos para ser personas perfectamente imperfectas. Batallamos a diario por nuestra felicidad, por nuestros sueños, por nuestras aspiraciones, y cada vez que logramos un peldaño más hacia nuestra meta, de más satisfacciones se llena el alma. Sin embargo, el alma humana no entiende de odios y rencores políticos, no le importa quién está en el poder ni sus intereses mezquinos, simplemente el alma es. Y queda totalmente aturdida cuando por avatares innecesarios se ve nuevamente perdida, sin entender del todo por qué debe coartarle la felicidad y simplemente huir, dejando todo atrás, o viendo sus sueños volar en mil pedazos por un misil de algún avión intruso.

¿Qué pasó?, ¿por qué soy yo el que debe pagar?, ¿a dónde voy? ¡Bum! No hay tiempo para más preguntas, debo salvar lo único que me queda, mi vida. Total, siempre se puede volver a empezar… Papi, ¿mi muñeca se quedó? Papi, ¿por qué nos vamos? Papi, ¿por qué me duelen los oídos? Papi, ¿por qué te vas con un arma y te despides como si nunca me vas a volver a ver? Mami… mamita, ¿por qué lloras? Mami, ¡tengo miedo!

Las guerras son crueles, son inaceptables, son la antesala de un mundo sombrío. Y ¡no!, no, querido lector, no es que menos mal el mundo arde por otro lado, no es que no es nuestro problema; esto se trata de entender que mañana aquellos niños que hoy huyen, si es que logran sobrevivir, van a crecer como seres humanos frustrados y llenos de odios ajenos, alimentando irracionalmente las frustraciones de otros en esos corazones. Un presidente en pleno siglo XXI no puede sacar a relucir sus odios y, en un esquizofrénico brote de megalomanía, aplastar la dignidad de los que habitan un mundo, que con holocaustos, exterminios, delirios de grandeza y sangre estaba empezando a oler a paz.

Es verdad que las guerras han formado parte de nuestra historia (tristemente); se han dado entre sociedades tribales y civilizadas. Pero esta última llega a ser peor, porque son complejas, masificadas y tecnificadas; y ahora estamos utilizando las tecnologías que deberían enfocar sus esfuerzos en mejorar la calidad de vida de los que habitamos este planeta, y no en destruir el planeta y sus habitantes.

Quisiera confesarle que estoy tan frustrado, porque no encuentro cómo concluir esta columna; la rabia y la impotencia me consumen en estas letras, porque, mi amigo lector, yo tengo mucha fe en el ser humano, en que puede ser mejor, ser un ser humano bueno, pero estos actos de barbarie sin sentido (o, bueno, con sentido político, económico y egoísta) simplemente me hacen dudar si mantener esta fe, aunque me digan que la esperanza es lo último que se pierde. (O)