Una élite es un grupo social que mantiene posiciones de honor y poder dentro de una sociedad, según vimos la semana pasada. Una posición de honor es ante todo simbólica, el mejor ejemplo de una élite beneficiaria de este tipo de situaciones son las casas reales europeas. Se les proporciona toda clase de consideraciones en el plano simbólico, ceremonial, pero su poder efectivo es en extremo reducido, aunque cuentan con facilidades para llevar vidas más que desahogadas. El poder se define como la capacidad para conseguir que alguien haga algo. Una élite sería un grupo que logra sostenidamente que la mayoría de la población de una sociedad “haga algo”, es decir, que obedezca. Pero esa obediencia sostenida, es decir, con apreciable duración en el tiempo, ha de obtenerla sin recurrir a la fuerza, salvo en casos puntuales y excepcionales. Si necesita violencia frecuente para obtener la obediencia de grupos significativos, ya no es posible hablar de élite, sino que estamos ante una minoría dominante.

Para la elaboración de este concepto de élite se han tomado en cuenta elementos de la “minoría creativa” de Arnold Toynbee, especialmente la idea de “mimesis”, ese fenómeno que hace que las clases subalternas imiten sistemáticamente a las dominantes, a las cuales admiran. Y también el de legitimidad de Max Weber, la situación por la que los subalternos creen que los dominantes tienen “derecho” a tener esa posición. Esta aceptación varía según los valores de cada cultura.

En el Ecuador, en un plano político y económico, es difícil que las clases subordinadas acepten la legitimidad de los dominantes puesto que su posición arranca con la visión que trajeron realmente los conquistadores, de enriquecimiento rápido y moralidad laxa. Las leyes buenas y malas que imponía la Corona española “se acataban pero no se cumplían”, consigna del siglo XVI que en la práctica sigue vigente. La minoría dominante no ha logrado en cinco siglos proyectar una legitimidad generalmente reconocida, pues no han estructurado un proyecto de sociedad en el que logren reconocerse los grupos subalternos. Estos son, en su enorme mayoría, de etnia mestiza y su cultura es más afín a las de cuerpos sociales similares en toda América Latina que a la de la minoría indígena sobreviviente. Están integrados en la cultura occidental, hablan español y sus escalas de valores difusos no son sustancialmente diferentes de las de la minoría dominante. La religión, que pudo aportar patrones morales para toda la sociedad, es tanto para los dominantes como para los subalternos meramente formalista, solemniza eventos vitales pero no es una praxis permanente que se observe en todos los aspectos de la vida. Los bordes difusos que caracterizan a estos grupos hacen imposible establecer límites precisos. Así, todas las “revoluciones” que se han producido en el país, desde la Independencia hasta la autodenominada “revolución ciudadana”, en la práctica han sido reacomodos que no han podido, porque en realidad no lo buscaban, generar una élite, una “minoría creativa” diría Toynbee, que lidere la sociedad hacia una etapa superior de desarrollo social. (O)