Es cierto que los puntuales somos impacientes. Acostumbrados a sacarle partido a cada minuto de la vida, sostenidos por aquello de que el tiempo es el único bien que no se recupera, nos removemos, incómodos, cuando se trata de esperar. Pero una vieja sabiduría nos insta a aguardar, porque desesperarse es malo y enferma. No me refiero a aquello de que hay un tiempo para todo, como afirma el Eclesiastés, sino a esa sensación de laxitud de mucha gente que no se autoexige eficiencia.

Reviso unos casos: ¿no sufren un ataque de impaciencia frente a los discursos tipo López Obrador? Ese lento arrastrar de las palabras hace pensar en que está persiguiendo la idea que quiere transmitir. Ojalá que no sea un problema de salud el que se manifiesta en ese barbotar entrecortado. Cierto es que un numeroso pueblo lo eligió y lo oye semanalmente con misteriosa devoción. Recuerdo las ocasiones en que puse mi capacidad de escucha a prueba, frente a los estudiantes que daban vueltas sobre un tema, sin ordenar su expresión. Allí se imponía mi magisterio: oía, aconsejaba, dialogaba.

A ratos me desquicia sacar un turno para ser atendida por médicos, odontólogos o cualquier servicio sanitario porque no sirve de nada. Siempre hay que esperar, aunque vayamos a pagar por el más caro de los procedimientos. Ni qué decir de las oficinas para trámites públicos. Acabo de ver una foto de la abarrotada dependencia donde el pueblo hace sus reclamos por las duplicadas facturas eléctricas del último mes. No hay suficientes empleados, decía la nota. Algunas veces dicté cursos en instituciones del Estado e integrar la condición de “prestador de servicio” para que me paguen exigió un insigne papeleo.

Sé que hay personas que tienen un real desajuste con el manejo del tiempo. Jamás llegan a la hora de una cita y para eso, hoy se pueden amparar en el exceso de tránsito. O es cosa de simple irrespeto al tiempo de los demás, subestimando la importancia de la reunión. Se ha hecho natural aguardar minutos a la apertura de un acto para que “se llene la sala” y se tiene que soportar el ruido que producen los atrasados, de lo contrario el anfitrión parecería más malcriado que los invitados.

Lo que más impaciencia me producen son los gobiernos. Esa absurda pretensión de empezar desde cero, torciendo el rumbo de políticas que debían ser estables para dar resultado; esa reiterada tendencia a culpabilizar a los anteriores de todo lo que inveteradamente está mal; ese distanciamiento y olvido de las ofertas de campaña. Cuando llega al poder el nuevo gobernante, muchos se llenan de esperanzas: “esta vez sí seremos oídos”, “ahora habrá atención, trabajo, vivienda”. Mi pesimismo práctico simplemente me pone más vigilante y me reconviene por impacientarme. Pero, enseguida atina, da en el blanco. Empiezan las mentiras, los subterfugios, los viajes prometedores. Nos ofrecieron seguridad, pero tendrían que poner un gendarme o un militar en cada esquina para volver a caminar confiados.

No deseo privilegios. Solo la realización de mis derechos, perdidos poco a poco o rebajados a lo mínimo. Y tampoco resignarme a la reducción o a la decadencia. Impaciente, devorando el tiempo, he cumplido mis tareas. Solo cuando abro un libro pierdo la dimensión de las horas, entonces las mido al vuelo de las páginas. (O)